A los municipios, como se dice ahora, se les está criminalizando. La crisis nos ha traído cosas divertidas, como el cruce de acusaciones entre distintas instituciones y estamentos. La administración local se lleva la palma. Es, para todos, el pimpampum de la caseta de feria de las culpabilidades.
Muy a menudo es la pura ignorancia la que provoca determinados comentarios. Ayer, en el Telediario 2 que presenta Sergio Sauca con Pepa Bueno, se decía: «Algunos ayuntamientos se han planteado cobrar el IBI a la Iglesia». Dicho así, es una memez: mientras no se revise el Concordato, no hay nada que hacer.
Parecía que el Real Decreto-ley 4/2012, de 24 de febrero, por el que se determinan obligaciones de información y procedimientos necesarios para establecer un mecanismo de financiación para el pago a los proveedores de las entidades locales, hubiera nacido por generación espontánea, pero nada más lejos de la realidad. El propio enunciado del Real Decreto-ley 11/1979, de 20 de julio, sobre medidas urgentes de financiación de las Corporaciones locales, daba idea de cómo estaba el patio entonces. Lo cierto es que, por la progresiva asunción de servicios, por la endémica insuficiencia económica, o por una mala gestión generalizada, el problema se ha enquistado y se ha hecho perenne. La Ley 24/1983, de Medidas Urgentes de Saneamiento y Regulación de las Haciendas Locales, comenzaba su texto con la expresión: «La crónica situación deficitaria de las Corporaciones Locales». Por eso, a pesar del tono sepia de la imagen, que corresponde a un editorial de El País de 28-10-93, el recorte no es tan viejo, ni mucho menos, como el problema.
También es verdad que España está a la cola de Europa en cuanto al peso de la Administración Local en el reparto de la tarta del gasto público. Y tampoco podemos olvidar que la morosidad de los ayuntamientos viene de antiguo y de lejos (¡coño, de Alemania!): me refiero al flautista de Hamelin.
El quid de la cuestión –más allá de los casos puntuales de alcaldes o concejales corruptos- es cómo (con qué programas) se concurre a las elecciones. La manía imposible de que proliferen las piscinas cubiertas o los pueblos que tienen más pistas de tenis que vecinos en condiciones de jugar, han llevado a esto. No hay cojones para presentarse ligero de equipaje, con la única promesa de sanear las cuentas, de gestionar con eficiencia los recursos públicos, como si de una economía familiar se tratase. Eso y ser conscientes de los riesgos que entraña disparar con pólvora del Rey... sin olvidar que el Rey dispara con nuestra pólvora, pagada por todos a escote.
Muy a menudo es la pura ignorancia la que provoca determinados comentarios. Ayer, en el Telediario 2 que presenta Sergio Sauca con Pepa Bueno, se decía: «Algunos ayuntamientos se han planteado cobrar el IBI a la Iglesia». Dicho así, es una memez: mientras no se revise el Concordato, no hay nada que hacer.
Parecía que el Real Decreto-ley 4/2012, de 24 de febrero, por el que se determinan obligaciones de información y procedimientos necesarios para establecer un mecanismo de financiación para el pago a los proveedores de las entidades locales, hubiera nacido por generación espontánea, pero nada más lejos de la realidad. El propio enunciado del Real Decreto-ley 11/1979, de 20 de julio, sobre medidas urgentes de financiación de las Corporaciones locales, daba idea de cómo estaba el patio entonces. Lo cierto es que, por la progresiva asunción de servicios, por la endémica insuficiencia económica, o por una mala gestión generalizada, el problema se ha enquistado y se ha hecho perenne. La Ley 24/1983, de Medidas Urgentes de Saneamiento y Regulación de las Haciendas Locales, comenzaba su texto con la expresión: «La crónica situación deficitaria de las Corporaciones Locales». Por eso, a pesar del tono sepia de la imagen, que corresponde a un editorial de El País de 28-10-93, el recorte no es tan viejo, ni mucho menos, como el problema.
También es verdad que España está a la cola de Europa en cuanto al peso de la Administración Local en el reparto de la tarta del gasto público. Y tampoco podemos olvidar que la morosidad de los ayuntamientos viene de antiguo y de lejos (¡coño, de Alemania!): me refiero al flautista de Hamelin.
El quid de la cuestión –más allá de los casos puntuales de alcaldes o concejales corruptos- es cómo (con qué programas) se concurre a las elecciones. La manía imposible de que proliferen las piscinas cubiertas o los pueblos que tienen más pistas de tenis que vecinos en condiciones de jugar, han llevado a esto. No hay cojones para presentarse ligero de equipaje, con la única promesa de sanear las cuentas, de gestionar con eficiencia los recursos públicos, como si de una economía familiar se tratase. Eso y ser conscientes de los riesgos que entraña disparar con pólvora del Rey... sin olvidar que el Rey dispara con nuestra pólvora, pagada por todos a escote.
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