¿Se puede saber qué ha pasado con las pruebas de stress que se les hizo a bancos y cajas unos pocos meses atrás, cuando sacábamos pecho por tener el sistema financiero más saneado del mundo mundial? Los mismos que denostaban al Banco de España, ahora defienden al regulador; y al revés. Los que hablaban de nacionalizar la banca critican ese intervencionismo que tanto se le parece; y al contrario. De las cajas de ahorro se decía que estaban politizadas o que eran democráticas según el color del cristal con que se mirara; o sea, según el color de sus capitostes. Se ensalzaba su labor social o se sugería que su especial fiscalidad constituía un sistema de competencia desleal para los bancos tradicionales. Cualquier argumento explica una cosa y su antítesis. Dos situaciones diametralmente opuestas pueden producir un mismo resultado. Pasa como con la alergia. Según se acerca la primavera, todos los años oímos en los medios que va a tener una gran incidencia porque las dificultades respiratorias son mayores en un ambiente seco, o bien anuncian que la humedad hará que se incrementen los índices de polen. Si dos causas tan dispares pueden producir un efecto idéntico, deja de intervenir el principio de causalidad, al menos el inspirado en la lógica, y es el puro azar el que rige los acontecimientos.
Hay cosas que no cambian. El PSOE repite el argumento con el que perdió las elecciones: el de la agenda oculta del PP, que ahora se está destapando. Pero los más legitimados para quejarse de que las medidas no estaban previstas en el programa supongo que son los propios votantes del Partido Popular. Al menos, son los que más engañados podrían sentirse; los indignados con causa. El gobierno insiste en la idea que ya utilizó estando aún en la oposición, como venda previa a la herida: la situación es peor de lo que se pensaba.
La crisis ha tenido un efecto curioso: el de reducir a los doctos economistas de la Escuela de Negocios de Harvard a la categoría de simples gañanes y simultáneamente ha hecho que los gañanes hablen (hablemos) como doctos economistas, como licenciados en Princeton.
Invirtiendo los términos del dicho, el bosque de la macroeconomía no nos ha dejado ver los árboles. Cuando han empezado a talarse y han menudeado los despidos, hemos sido conscientes de las tragedias individuales. Aquí es donde con más motivo habría que pedir explicaciones al gobierno, y a la patronal que tanto tiempo llevaba demandando medidas de este tipo: ¿cuántos puestos han creado después de acercarse el despido a la gratuidad? O dicho de otro modo: ¿cuántas empresas han salido del agujero? Hay que luchar por conservar cada puesto de trabajo como si se tratara de salvar al soldado Ryan y no echar paladas a esa bola de nieve del desempleo que se precipita imparable.
Ahora están con la ley de transparencia como antes, mientras la economía entraba en barrena, se entretenían con la igualdad, la memoria, la multiculturalidad, la laicidad y otras vainas. El papanatismo nacional hace que nuestros gobernantes se pongan platónicos.
Da la impresión de que algunas medidas, que se presentan como sesudas y despiadadas, meditadas en su dureza, difíciles pero fruto de un análisis anterior, son, en realidad, decisiones «a la trágala», huidas hacia adelante. Muchos recortes de gastos han pasado por las horcas caudinas de la falta de dinero. A menudo, no es cuestión de austeridad, de rebajar el déficit, de evitar dispendios o de simple deseo de ahorro, sino de la imposibilidad material de pagar las facturas. La sensación es de desconcierto e improvisación. No sé qué es peor. Más que realizar acciones que tenían pensadas pero que no querían confesar, por razones electoralistas o por maldad intrínseca, van a remolque de los acontecimientos. No saben qué hacer para revertir la situación pero tampoco pueden manifestarse con sinceridad porque el pánico sacudiría a los mercados y a la ciudadanía. Se ha extendido la especie de que no habrá rescate porque Europa no puede salvar a países de la envergadura de Italia o España. Si caemos, ¡adiós Madrid!
Solo les queda rezar. Y a nosotros también.
Hay cosas que no cambian. El PSOE repite el argumento con el que perdió las elecciones: el de la agenda oculta del PP, que ahora se está destapando. Pero los más legitimados para quejarse de que las medidas no estaban previstas en el programa supongo que son los propios votantes del Partido Popular. Al menos, son los que más engañados podrían sentirse; los indignados con causa. El gobierno insiste en la idea que ya utilizó estando aún en la oposición, como venda previa a la herida: la situación es peor de lo que se pensaba.
La crisis ha tenido un efecto curioso: el de reducir a los doctos economistas de la Escuela de Negocios de Harvard a la categoría de simples gañanes y simultáneamente ha hecho que los gañanes hablen (hablemos) como doctos economistas, como licenciados en Princeton.
Invirtiendo los términos del dicho, el bosque de la macroeconomía no nos ha dejado ver los árboles. Cuando han empezado a talarse y han menudeado los despidos, hemos sido conscientes de las tragedias individuales. Aquí es donde con más motivo habría que pedir explicaciones al gobierno, y a la patronal que tanto tiempo llevaba demandando medidas de este tipo: ¿cuántos puestos han creado después de acercarse el despido a la gratuidad? O dicho de otro modo: ¿cuántas empresas han salido del agujero? Hay que luchar por conservar cada puesto de trabajo como si se tratara de salvar al soldado Ryan y no echar paladas a esa bola de nieve del desempleo que se precipita imparable.
Ahora están con la ley de transparencia como antes, mientras la economía entraba en barrena, se entretenían con la igualdad, la memoria, la multiculturalidad, la laicidad y otras vainas. El papanatismo nacional hace que nuestros gobernantes se pongan platónicos.
Da la impresión de que algunas medidas, que se presentan como sesudas y despiadadas, meditadas en su dureza, difíciles pero fruto de un análisis anterior, son, en realidad, decisiones «a la trágala», huidas hacia adelante. Muchos recortes de gastos han pasado por las horcas caudinas de la falta de dinero. A menudo, no es cuestión de austeridad, de rebajar el déficit, de evitar dispendios o de simple deseo de ahorro, sino de la imposibilidad material de pagar las facturas. La sensación es de desconcierto e improvisación. No sé qué es peor. Más que realizar acciones que tenían pensadas pero que no querían confesar, por razones electoralistas o por maldad intrínseca, van a remolque de los acontecimientos. No saben qué hacer para revertir la situación pero tampoco pueden manifestarse con sinceridad porque el pánico sacudiría a los mercados y a la ciudadanía. Se ha extendido la especie de que no habrá rescate porque Europa no puede salvar a países de la envergadura de Italia o España. Si caemos, ¡adiós Madrid!
Solo les queda rezar. Y a nosotros también.
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