jueves, 19 de junio de 2008

Sobre esos que llaman friquis

Freaks es el título de una película dirigida nada menos que en 1932 por Tod Browning y que, cuando llegó a España, en los años 70, a través del Festival de Sitges, se proyectó como La Parada de los Monstruos. Naturalmente, es a la censura a quien cabe imputar el retraso. Admirada, perseguida y denostada, no tardó en convertirse en una película de culto que, aparte de la historia repulsiva y conmovedora, muestra una galería de fenómenos de feria, un increíble catálogo de seres deformes y tullidos convertidos en los actores y protagonistas (hoy diríamos que bizarros) de un film morboso, inclasificable, terrible y adorable, duro y tierno, que se regodea en la degeneración más siniestra e impactante, en una crueldad sin concesiones, envoltorios ni maquillajes. Su opción estética es la del feísmo, preludio del punk y heredero del romanticismo y de ciertas reminiscencias medievales. El ambiente que retrata es lóbrego y sombrío. Se trata, pues, de una obra cuyo personaje coral es una trouppe de atracciones circenses, unos enanos de los que no crecen jamás y que se mueven en un tétrico universo.
Poco antes de su estreno en España, en 1968, un autor underground estadounidense, Gilbert Shelton, había sacado un cómic llamado The Fabulous Furry Freak Brothers sobre tres hermanos hippies, raros, dados a las drogas, rebeldes y contestatarios. Ahora, tal vez se integrarían en la peña de los alternativos y la antiglobalización. Así que desde entonces, cuando nos llegó la influencia de la generación maldita, los ecos de la eclosión de la Beat Generation, de Allen Ginsberg, Jack Kerouac, Timothy Leary, Paul Bowles, William Burroughs, Charles Bukowski o Henry Miller, también mucho tiempo después –parece que como siempre- de que se acuñara el movimiento contracultural y el término que lo definía, el apelativo freakie aludía a lo anormal, a lo antisocial, entre pasota, anómico y tocapelotas.
Inopinadamente, el calificativo friqui se instaló entre nosotros, al cabo de varias décadas, para describir a unos imbéciles infantiloides, casposos y garrulos cuya puerilidad roza la oligofrenia y que se divierten (eso dicen y parece verdad) haciendo de sus aficiones un modo de vida. ¡Qué exceso! Se asoció en un principio con los animosos fans de la Guerra de las Galaxias y luego con toda laya de gente [menuda] lo suficientemente desvergonzada como para colocarse cualquier atavío imitando a su personaje favorito y para hacer el ridículo y el espantajo, sin tasa. Hasta su suicidio virtual, se puede afirmar que el fugaz capitán del equipo (friqui) de España fue Rodolfo Chiquilicuatre. Son caricaturas de sí mismos, horteras jugando a hacer el ganso y diría que representan el colmo del mal gusto, la bandera de la impudicia y el epítome de la cutrez, si no fuera porque hacer una descripción tan prolija supone conferirles una importancia de la que carecen.
O sea, que partiendo de la marginación y pasando por la marginalidad, lo friqui ha llegado a la nada, a la más completa, grotesca y banal vaciedad.
Cada vez entiendo menos.

sábado, 14 de junio de 2008

Intervención en la Blogosfera

Hoy ha aparecido este suelto en El Confidencial.
Los burócratas europeos (como es norma en su gremio y en el de los políticos en general) lo quieren todo regulado y bajo control, atado y bien atado. El blog debe ser como los wáteres de los bares de antes: un lugar para escribir grafittis con un poco de clandestinidad. ¡Cuánto miedo le tienen a la libertad! Total que, como cabía suponer, nos tenemos que alegrar del no irlandés.
En este nuevo intento de juicio preventivo aparece –¡cómo no!- la SGAE. Otra vez la presunción de culpabilidad.
En fin, que éramos pocos y parió la Unión Europea.

martes, 10 de junio de 2008

Miembros y miembras

Miembros y miembras,
machos y hembras.
Las ondas hertzianas no paran de darnos alegrías. Hace bien poco Herrero de Miñón aseguraba, en La Ventana, que la crisis estaba en los medios de comunicación pero que en la calle no se percibía (¿¿¿???) y hoy esto.
Señoras y señores,
pitos y tambores.
Lo bueno no ha sido el lapsus sino la explicación que ha dado en la radio. Ha asegurado la Ministra que acababa de llegar de un periplo de jornadas y encuentros por Hispanoamérica, donde se usa mucho ese término (o giro o modismo o neologismo), y que, bueno, a lo mejor no estaba mal darle carta de naturaleza. Reconocía el error pero abogaba por acuñar el palabro.
Damas y caballeros,
ojo con las ministras floreros.
Pero esta vez no le ha servido ni RNE. Han contactado con periodistas de tres países distintos donde han negado categóricamente que ellos usaran el engendro. Al que no tenga excusa que lo ahorquen. Ésta, le das cuerda y lo hace ella sola.
Todo el mundo lo ha oído.
¡Ay qué risa con la Aído!
Por la boca muere el pez... y la peza.
xxxxxx
P.D. Por cierto, perdón por la inmodestia pero en mi post de 14 de abril (¡vaya por Dios!) ya adelanté lo que iba a pasar.

lunes, 2 de junio de 2008

En el servicio de urgencias I (relato)

Desde hacía una semana sentía molestias en el vientre, unos pinchazos que se hicieron cada vez más frecuentes. Acabó por instalárseme un dolor persistente antes que intenso, una incomoda y simultánea sensación de hambre y hartazgo, de vacío e hinchazón. Como si fuera flato. Cuando en una deposición no encontré otra cosa sobre la loza blanca del váter que una mucosidad sanguinolenta, me asusté y en contra de mis hábitos y mis principios me fui al médico cagando leches. Es un decir, claro.
Me recetaron analgésicos pero no fueron capaces de diagnosticar una dolencia que empezó a preocuparme por su origen incierto, no por otra cosa. A los dos días, me presenté en el servicio de urgencias de La Fe con el volante del médico de cabecera y el aturdimiento que suelo llevar encima en semejantes gestiones, acrecentado, esa vez, por mi estreno como visitante de un lugar tan desagradable. Tras un par de interrogatorios rutinarios, en los que trataron de cerciorarse de la gravedad, del alcance real de la urgencia, me mandaron a la sala de espera. Luego, en un primer reconocimiento hube de responder a preguntas iguales a las que ya habían contestado en el consultorio de atención primaria (¿ha tenido fiebre?, ¿vómitos?, ¿diarrea?, ¿desde cuándo no se encuentra bien?), al mismo trámite de auscultación y a idénticas exploraciones (¿le duele aquí? ¿y aquí?). Además, me tomaron la temperatura, la tensión y el pulso y me introdujeron un insoportable adminículo por el ano tras colocarme a cuatro patas sobre una camilla, concluyendo que no tenía almorranas. Y creo que si las hubiera tenido, con tales manipulaciones me las habrían cercenado de cuajo.
Así que, con el recto escocido, me vi de vuelta a la sala de espera, donde permanecí derecho durante cinco horas. Conste que si renuncié a sentarme no fue por falta de sitio o de cansancio, ni tampoco por ofrecer con caballerosidad el asiento a nadie.
La sala de espera era casi rectangular, relativamente amplia, con bancadas de sillas atornilladas en el suelo, en baterías dispuestas a lo largo de las paredes y en el centro del local. En un lado, había unos aseos y, al fondo, máquinas expendedoras de bebidas. Desde un ordenador y desde un despachito fabricado mediante el sencillo expediente de colocar un parabán en una esquina, unas enfermeras controlaban al personal, le informaban, y al parecer hacían algo más, aunque no se sabía muy bien qué. El espacio albergaba a unas doscientas personas en lenta y continua renovación: ingresaban unos pocos a cambio de abandonarlo definitivamente otros tantos y todos los demás, la mayoría, entraban y salían para las diligencias sanitarias a que eran requeridos. Existían dos puertas de acceso enfrentadas: una que daba al exterior, a las escalinatas que subían a la gran explanada donde se distribuían todas las dependencias del complejo hospitalario, y la otra, a la vía por donde llegaban las ambulancias. Debía de cruzarse este callejón para entrar en el servicio de urgencias propiamente dicho, con sus consultas y anejos, alojado en el sótano del edificio principal. Ambas entradas consistían en grandes hojas de cristal de apertura automática. La de las escaleras era la preferida por los fumadores para echarse sus cigarritos. Todo tenía un aire aséptico y despersonalizado, como de oficina, una iluminación blanca y neutra, y unas paredes alicatadas a media altura, repletas de carteles admonitorios.

En el servicio de urgencias II (relato)

En la abigarrada concurrencia te encontrabas gente de variado aspecto y condición. Se observaban caras largas y preocupadas, de dolor, de fatiga, de resignación y de aburrimiento. Una multitud de parroquianos departía sobre sus antecedentes clínicos, algunos sobre las formalidades que les habían conducido hasta allí, otros sobre el trabajo y, en fin, sobre padecimientos varios. Estaba el politiquero que aprovechaba para reflexionar en voz alta sobre el estado de la sanidad pública y los vecinos o conocidos que se encontraban en la molesta tesitura de preguntarse por la razón de su estancia, después de cruzarse a menudo en la calle o en algún comercio, sin dirigirse la palabra. También había quien, en tal caso, simulaba no reconocer al otro o hacía como que no lo había visto. Estaban los que acudían a urgencias por las buenas, sin más ni más, sin encomendarse a nadie: Vale la pena venir. Vas al ambulatorio y no sirve de nada. Aquí te tienen cinco o seis horas pero te hacen todas las pruebas. Sí, y además te dan por el culo, pensaba yo. Otros, se notaba, iban por vez primera. Una mujer delgada andaba de un lado a otro con un carro de la compra que nunca perdía de vista, atestado de bártulos. Peinaba una trenza apretada, con todo el pelo negro, salpicado de pocas canas, tirante hacia atrás, y llevaba pantalones azules de algodón, zapatillas deportivas blancas y polo de manga larga abrochado hasta arriba. Por su porte y su vestimenta se le podían echar menos años de los que seguramente tenía en realidad, pero las arrugas de la cara y la dentadura amarilla y estropeada, delataban su edad y una vida poco regalada. Sin embargo, sonreía con facilidad y tenía una mirada franca aunque con un fondo oscuro de amargura. Reclamaba llorosa que la visitara el psiquiatra y decía que el médico la había engañado, según le había confirmado el guardia de seguridad, que andaba por allí repartiendo vigilancia y calma. La celadora a quien dirigía sus protestas le decía con mucho tacto que si ya había hablado con el médico debía tranquilizarse y confiar en él. La atribulada mujer zanjó aquellas sugerencias con una expresión suave pero tajante sobre la incompetencia del médico para dictaminar sobre los males que a ella le aquejaban. Tenía una curiosa serenidad crispada. Una pareja de roqueros parecía haber sufrido un accidente de moto. Los dos iban de cuero negro y ella conducía la silla de ruedas donde iba él echándose mano a un costado, al otro, a una nalga, a la pierna, y sujetando el casco.
Me llamaron para sacarme sangre. Mientras me buscaban la vena, con el brazo apoyado sobre un grueso taco anatómico de goma, me sentí en la obligación de hacer algún comentario ingenioso: Con lo bien que estaría yo haciendo la siesta. Anda, y yo en la playa. Lo mismo cuando me dijeron que cogiese un bote para la orina: ¡Qué guarrada! De vuelta con el frasco lleno, me hicieron un electro y me dejaron unas pegatinas metálicas en el pecho por si lo tenían que repetir.
A gente como yo –que soy todo lo contrario a un paciente y sufro de mi poquito de hipocondría-, esas idas y venidas le ponen malo. Con semejante procedimiento, sólo consiguen enfermar al que está bueno porque no puede uno quitarse de la cabeza que con la inacabable búsqueda, con tanto llevarte y traerte, a la fuerza te han de encontrar algo.

En el servicio de urgencias y III (relato)

Al entrar, la muchedumbre de enfermos y acompañantes producía una atmósfera cargada. Se respiraba una cierta complicidad viciada, recalentada como el ambiente. En el aire flotaba un runrún apagado y blando que se veía roto, con metódica frecuencia, por el sonido constipado de los altavoces, de una monotonía insuperable salvo al llamar a un extranjero. Yuberth Loayza Amariles. Graham Williams. Bogdan Dumitru Dobra. La proporción de nacionalidades parecía no corresponderse con la realidad de su presencia en este país sino más bien con el porcentaje de los que debían tener regularizada su situación. Había pocos inmigrantes rumanos o búlgaros. Ernestas Sudeikos. Los magrebíes no entendían su propio nombre cuando les llamaban. Abdelatif Amrouche. Mohamed Choukir. Mercy Yaqueline Ojeda de Loay. Los apellidos de algunos sudamericanos resultaban impronunciables para la voz metálica de la megafonía, lo que provocaba la sonrisa de otros pacientes que silabeaban el irrepetible apellido. Xiomara Cárdenas Cahatol. Anthony Crisóstomo Coajachi Inabanga. Coo-aa-jaa-chii. Je-je-je.
A falta de mejores paisajes, me dediqué a pasear la vista por los letreros que encarecían el uso, para entretener las esperas, de la biblioteca del hospital (¿dónde estaría eso?), con escaso éxito como podía verse, y los que repetían la conveniencia de no fumar. Había quien prefería curiosear cuando llegaban las ambulancias del SAMU por el pasillo que separaba la sala de espera de las urgencias, con camilleros enormes porteando gente malherida, enfermos medio desnudos, entubados y sin conocimiento, o las de la unidad de trasplantes acarreando grandes neveras de pic-nic. Decidí arrancarme el esparadrapo que me sujetaba un algodón al brazo, en vista de que nadie lo conservaba, y me depilé una raya horizontal. Un grupo de gitanillos armaba bulla por distraerse. Uno llevaba pelo largo y ropa deportiva blanca ajustada a un cuerpo flaco como un junco. Se le veía un diente oscuro en la mandíbula superior y cuatro pelos en guerrilla le conformaban una barbita esquemática, dibujada en torno a un rostro anguloso y moreno. Otro, algo más joven y bastante más grueso, iba totalmente de negro. La chica, risueña y dicharachera, apenas si llegaría a los catorce años. Era regordeta, alta y lucía unas mallas blancas hasta debajo de la rodilla, unas chancletas y una camiseta escotada que le dejaba al aire medias pechugas. ¡Que m’ha llamao dise! ¡Suh vi a llamá enseguía! ¡Ja! ¡Sí, a toa su rasa habrá llamao!, exclamaba el flacucho junto a la celadora del ordenador, para que le oyese. ¡Ehta paya agquerosa! ¡Y tié que tener ella la rasón! ¡Por su coño –con perdón- que l’ha llamao!, le apoyaba la muchacha que sería su hermana. Un anciano daba vueltas por toda la estancia con una silla de ruedas. Llamaron a Armando Herrera un par de veces. Una joven con atuendo sanitario de color verde se acercó y le preguntó si era él Armando Herrera. Contestó afirmativamente apostillando que estaba buscando una enfermera porque no sabía adónde dirigirse. El viejo, que llevaba calada su gorra de visera y una garrota entre las piernas, hablaba en un susurro apenas audible.
Me llamaron junto a otros cinco. En el vestíbulo de urgencias nos esperaba un médico que encabezó una comitiva con destino a radiología. Nos dejó en una nueva sala de espera con enfermos procedentes de otras plantas y nos fueron haciendo placas por turnos caprichosos. Cuando terminaron con todos, recompusieron la cuadrilla y nos devolvieron a nuestro sitio. Junto a mí, caminaba en silencio un señor mayor con el pantalón subido hasta los sobacos. Parecía llevar el culo justo debajo de los homoplatos y el ombligo a la altura del esternón. Por delante iba muy tieso un hombre de cincuenta años, con abundante pelo negro, acartonado de agua y gomina, gafas de cristales tintados, de las que se usaban treinta años atrás, pantalones ajustados de tergal gris y camisa blanca a rayas, de manga corta, que trasparentaba la camiseta interior de tirantes. Había confraternizado, muy festivo él, con todo el servicio de urgencias. A la ida, al encontrarnos camas ocupadas en los pasillos, reclamó la colocación de semáforos, y a la vuelta pidió que repartieran cirios, que era lo único que faltaba para la procesión. Se veía que su mujer hacía años que había dejado de reírle las gracias.
El revoltijo de tripas seguía a pesar de las pastillas de bromuro que me recetaron en el ambulatorio. Para colmo, el reconocimiento rectal me había dejado con sensación de estar sangrando por el culo, de llevar mojado el pantalón. Sería por la pomada anestésica. Cada dos por tres pasaba una limpiadora con un enorme carro cargado de trebejos. Con él cerraba uno de los wáteres y mandaba a la gente al de minusválidos. Más raramente circulaban por allí empleados de mantenimiento con herramientas colgadas del cinturón y la ociosidad de la jeta. Alguno se iba a su casa con un papel y los había que llevaban un sobre de radiografías. Para el especialista, decían. Una mujer en bata y zapatillas como de andar por casa y sus papeles en una bolsa de plástico del supermercado se quejaba amargamente por llevar cerca de siete horas aguardando a los resultados. En varios corrillos se empezó a murmurar que no había derecho a que no avisaran del tiempo que se tardaba en salir. Por favor guarden silencio que no se oye nada. ¡Vaya la paya! ¡Qué agco me da!, voceó la gitanilla. Fueron llegando familiares y colegas y se formó una tribu de flamenquitos de respetable magnitud.
Me avisaron de nuevo y me dijeron que me tenían que hacer otro electro. Me di cuenta entonces que llevaba las tiras adhesivas pegadas en el torso cuando me hicieron las placas. ¿No pasará nada por eso? Joder, ¿otro electro para qué? ¿Aprensiones? Ya. Cuando volví no podía más y decidí sentarme de lado. Los asientos eran de plástico, incómodos aun con el culo sano. El hombre de las gafas camaleónicas había cogido una silla de ruedas y se dedicaba a hacer prácticas de conducción por toda la sala. Debía ser el eterno gracioso: en la escuela, durante el tiempo que asistiera, en la pandilla de amigos o en el trabajo. De todas formas no debió ser nunca de los que se desloman. Al rato, le dijeron que tenía que quedar ingresado, pero él nunca se sorprendía ante nada: llevaba un bolso con todo lo necesario.
Me estaba adormilando cuando me llamaron otra vez. Me pareció que no podía moverme, que después de levantarme no era capaz de avanzar. Me esforzaba por llegar hasta la puerta pero no podía dar un paso. Al tiempo que experimentaba una sensación extraña, una sacudida en el tórax que me dejó desubicado, me pareció ver un fogonazo. Venga, date prisa que te llaman, me dije. Entonces me vi como si llevara una cámara de video, dos metros por encima de mi propio cuerpo inanimado, desde la que me estuviera grabando a mí mismo. Permanecía sentado y quieto. Observé cómo me cogían y en medio de un revuelo me subieron a una camilla y me metieron para dentro. Pues yo lo vi desplomarse. Se levantó cuando lo llamaron y enseguida cayó ahí mismo, sobre la silla, dijo la mujer que llevaba más rato esperando. Cuando lo volvieron a llamar –que ya no me acuerdo cómo dijeron-, nada, ni se movió, detalló el gracioso. Me metieron corriendo en el ascensor y me intentaron reanimar con maniobras de masaje cardiaco. En vano.
No me di cuenta de lo que pasaba ni supe, hasta después de algún tiempo, interpretarlo. Lo que tampoco entiendo es cómo esto ha llegado hasta aquí para que lo pueda leer cualquiera. Bueno está. Bueno estaba y...