Al entrar, la muchedumbre de enfermos y acompañantes producía una atmósfera cargada. Se respiraba una cierta complicidad viciada, recalentada como el ambiente. En el aire flotaba un runrún apagado y blando que se veía roto, con metódica frecuencia, por el sonido constipado de los altavoces, de una monotonía insuperable salvo al llamar a un extranjero. Yuberth Loayza Amariles. Graham Williams. Bogdan Dumitru Dobra. La proporción de nacionalidades parecía no corresponderse con la realidad de su presencia en este país sino más bien con el porcentaje de los que debían tener regularizada su situación. Había pocos inmigrantes rumanos o búlgaros. Ernestas Sudeikos. Los magrebíes no entendían su propio nombre cuando les llamaban. Abdelatif Amrouche. Mohamed Choukir. Mercy Yaqueline Ojeda de Loay. Los apellidos de algunos sudamericanos resultaban impronunciables para la voz metálica de la megafonía, lo que provocaba la sonrisa de otros pacientes que silabeaban el irrepetible apellido. Xiomara Cárdenas Cahatol. Anthony Crisóstomo Coajachi Inabanga. Coo-aa-jaa-chii. Je-je-je.
A falta de mejores paisajes, me dediqué a pasear la vista por los letreros que encarecían el uso, para entretener las esperas, de la biblioteca del hospital (¿dónde estaría eso?), con escaso éxito como podía verse, y los que repetían la conveniencia de no fumar. Había quien prefería curiosear cuando llegaban las ambulancias del SAMU por el pasillo que separaba la sala de espera de las urgencias, con camilleros enormes porteando gente malherida, enfermos medio desnudos, entubados y sin conocimiento, o las de la unidad de trasplantes acarreando grandes neveras de pic-nic. Decidí arrancarme el esparadrapo que me sujetaba un algodón al brazo, en vista de que nadie lo conservaba, y me depilé una raya horizontal. Un grupo de gitanillos armaba bulla por distraerse. Uno llevaba pelo largo y ropa deportiva blanca ajustada a un cuerpo flaco como un junco. Se le veía un diente oscuro en la mandíbula superior y cuatro pelos en guerrilla le conformaban una barbita esquemática, dibujada en torno a un rostro anguloso y moreno. Otro, algo más joven y bastante más grueso, iba totalmente de negro. La chica, risueña y dicharachera, apenas si llegaría a los catorce años. Era regordeta, alta y lucía unas mallas blancas hasta debajo de la rodilla, unas chancletas y una camiseta escotada que le dejaba al aire medias pechugas. ¡Que m’ha llamao dise! ¡Suh vi a llamá enseguía! ¡Ja! ¡Sí, a toa su rasa habrá llamao!, exclamaba el flacucho junto a la celadora del ordenador, para que le oyese. ¡Ehta paya agquerosa! ¡Y tié que tener ella la rasón! ¡Por su coño –con perdón- que l’ha llamao!, le apoyaba la muchacha que sería su hermana. Un anciano daba vueltas por toda la estancia con una silla de ruedas. Llamaron a Armando Herrera un par de veces. Una joven con atuendo sanitario de color verde se acercó y le preguntó si era él Armando Herrera. Contestó afirmativamente apostillando que estaba buscando una enfermera porque no sabía adónde dirigirse. El viejo, que llevaba calada su gorra de visera y una garrota entre las piernas, hablaba en un susurro apenas audible.
Me llamaron junto a otros cinco. En el vestíbulo de urgencias nos esperaba un médico que encabezó una comitiva con destino a radiología. Nos dejó en una nueva sala de espera con enfermos procedentes de otras plantas y nos fueron haciendo placas por turnos caprichosos. Cuando terminaron con todos, recompusieron la cuadrilla y nos devolvieron a nuestro sitio. Junto a mí, caminaba en silencio un señor mayor con el pantalón subido hasta los sobacos. Parecía llevar el culo justo debajo de los homoplatos y el ombligo a la altura del esternón. Por delante iba muy tieso un hombre de cincuenta años, con abundante pelo negro, acartonado de agua y gomina, gafas de cristales tintados, de las que se usaban treinta años atrás, pantalones ajustados de tergal gris y camisa blanca a rayas, de manga corta, que trasparentaba la camiseta interior de tirantes. Había confraternizado, muy festivo él, con todo el servicio de urgencias. A la ida, al encontrarnos camas ocupadas en los pasillos, reclamó la colocación de semáforos, y a la vuelta pidió que repartieran cirios, que era lo único que faltaba para la procesión. Se veía que su mujer hacía años que había dejado de reírle las gracias.
El revoltijo de tripas seguía a pesar de las pastillas de bromuro que me recetaron en el ambulatorio. Para colmo, el reconocimiento rectal me había dejado con sensación de estar sangrando por el culo, de llevar mojado el pantalón. Sería por la pomada anestésica. Cada dos por tres pasaba una limpiadora con un enorme carro cargado de trebejos. Con él cerraba uno de los wáteres y mandaba a la gente al de minusválidos. Más raramente circulaban por allí empleados de mantenimiento con herramientas colgadas del cinturón y la ociosidad de la jeta. Alguno se iba a su casa con un papel y los había que llevaban un sobre de radiografías. Para el especialista, decían. Una mujer en bata y zapatillas como de andar por casa y sus papeles en una bolsa de plástico del supermercado se quejaba amargamente por llevar cerca de siete horas aguardando a los resultados. En varios corrillos se empezó a murmurar que no había derecho a que no avisaran del tiempo que se tardaba en salir. Por favor guarden silencio que no se oye nada. ¡Vaya la paya! ¡Qué agco me da!, voceó la gitanilla. Fueron llegando familiares y colegas y se formó una tribu de flamenquitos de respetable magnitud.
Me avisaron de nuevo y me dijeron que me tenían que hacer otro electro. Me di cuenta entonces que llevaba las tiras adhesivas pegadas en el torso cuando me hicieron las placas. ¿No pasará nada por eso? Joder, ¿otro electro para qué? ¿Aprensiones? Ya. Cuando volví no podía más y decidí sentarme de lado. Los asientos eran de plástico, incómodos aun con el culo sano. El hombre de las gafas camaleónicas había cogido una silla de ruedas y se dedicaba a hacer prácticas de conducción por toda la sala. Debía ser el eterno gracioso: en la escuela, durante el tiempo que asistiera, en la pandilla de amigos o en el trabajo. De todas formas no debió ser nunca de los que se desloman. Al rato, le dijeron que tenía que quedar ingresado, pero él nunca se sorprendía ante nada: llevaba un bolso con todo lo necesario.
Me estaba adormilando cuando me llamaron otra vez. Me pareció que no podía moverme, que después de levantarme no era capaz de avanzar. Me esforzaba por llegar hasta la puerta pero no podía dar un paso. Al tiempo que experimentaba una sensación extraña, una sacudida en el tórax que me dejó desubicado, me pareció ver un fogonazo. Venga, date prisa que te llaman, me dije. Entonces me vi como si llevara una cámara de video, dos metros por encima de mi propio cuerpo inanimado, desde la que me estuviera grabando a mí mismo. Permanecía sentado y quieto. Observé cómo me cogían y en medio de un revuelo me subieron a una camilla y me metieron para dentro. Pues yo lo vi desplomarse. Se levantó cuando lo llamaron y enseguida cayó ahí mismo, sobre la silla, dijo la mujer que llevaba más rato esperando. Cuando lo volvieron a llamar –que ya no me acuerdo cómo dijeron-, nada, ni se movió, detalló el gracioso. Me metieron corriendo en el ascensor y me intentaron reanimar con maniobras de masaje cardiaco. En vano.
No me di cuenta de lo que pasaba ni supe, hasta después de algún tiempo, interpretarlo. Lo que tampoco entiendo es cómo esto ha llegado hasta aquí para que lo pueda leer cualquiera. Bueno está. Bueno estaba y...
A falta de mejores paisajes, me dediqué a pasear la vista por los letreros que encarecían el uso, para entretener las esperas, de la biblioteca del hospital (¿dónde estaría eso?), con escaso éxito como podía verse, y los que repetían la conveniencia de no fumar. Había quien prefería curiosear cuando llegaban las ambulancias del SAMU por el pasillo que separaba la sala de espera de las urgencias, con camilleros enormes porteando gente malherida, enfermos medio desnudos, entubados y sin conocimiento, o las de la unidad de trasplantes acarreando grandes neveras de pic-nic. Decidí arrancarme el esparadrapo que me sujetaba un algodón al brazo, en vista de que nadie lo conservaba, y me depilé una raya horizontal. Un grupo de gitanillos armaba bulla por distraerse. Uno llevaba pelo largo y ropa deportiva blanca ajustada a un cuerpo flaco como un junco. Se le veía un diente oscuro en la mandíbula superior y cuatro pelos en guerrilla le conformaban una barbita esquemática, dibujada en torno a un rostro anguloso y moreno. Otro, algo más joven y bastante más grueso, iba totalmente de negro. La chica, risueña y dicharachera, apenas si llegaría a los catorce años. Era regordeta, alta y lucía unas mallas blancas hasta debajo de la rodilla, unas chancletas y una camiseta escotada que le dejaba al aire medias pechugas. ¡Que m’ha llamao dise! ¡Suh vi a llamá enseguía! ¡Ja! ¡Sí, a toa su rasa habrá llamao!, exclamaba el flacucho junto a la celadora del ordenador, para que le oyese. ¡Ehta paya agquerosa! ¡Y tié que tener ella la rasón! ¡Por su coño –con perdón- que l’ha llamao!, le apoyaba la muchacha que sería su hermana. Un anciano daba vueltas por toda la estancia con una silla de ruedas. Llamaron a Armando Herrera un par de veces. Una joven con atuendo sanitario de color verde se acercó y le preguntó si era él Armando Herrera. Contestó afirmativamente apostillando que estaba buscando una enfermera porque no sabía adónde dirigirse. El viejo, que llevaba calada su gorra de visera y una garrota entre las piernas, hablaba en un susurro apenas audible.
Me llamaron junto a otros cinco. En el vestíbulo de urgencias nos esperaba un médico que encabezó una comitiva con destino a radiología. Nos dejó en una nueva sala de espera con enfermos procedentes de otras plantas y nos fueron haciendo placas por turnos caprichosos. Cuando terminaron con todos, recompusieron la cuadrilla y nos devolvieron a nuestro sitio. Junto a mí, caminaba en silencio un señor mayor con el pantalón subido hasta los sobacos. Parecía llevar el culo justo debajo de los homoplatos y el ombligo a la altura del esternón. Por delante iba muy tieso un hombre de cincuenta años, con abundante pelo negro, acartonado de agua y gomina, gafas de cristales tintados, de las que se usaban treinta años atrás, pantalones ajustados de tergal gris y camisa blanca a rayas, de manga corta, que trasparentaba la camiseta interior de tirantes. Había confraternizado, muy festivo él, con todo el servicio de urgencias. A la ida, al encontrarnos camas ocupadas en los pasillos, reclamó la colocación de semáforos, y a la vuelta pidió que repartieran cirios, que era lo único que faltaba para la procesión. Se veía que su mujer hacía años que había dejado de reírle las gracias.
El revoltijo de tripas seguía a pesar de las pastillas de bromuro que me recetaron en el ambulatorio. Para colmo, el reconocimiento rectal me había dejado con sensación de estar sangrando por el culo, de llevar mojado el pantalón. Sería por la pomada anestésica. Cada dos por tres pasaba una limpiadora con un enorme carro cargado de trebejos. Con él cerraba uno de los wáteres y mandaba a la gente al de minusválidos. Más raramente circulaban por allí empleados de mantenimiento con herramientas colgadas del cinturón y la ociosidad de la jeta. Alguno se iba a su casa con un papel y los había que llevaban un sobre de radiografías. Para el especialista, decían. Una mujer en bata y zapatillas como de andar por casa y sus papeles en una bolsa de plástico del supermercado se quejaba amargamente por llevar cerca de siete horas aguardando a los resultados. En varios corrillos se empezó a murmurar que no había derecho a que no avisaran del tiempo que se tardaba en salir. Por favor guarden silencio que no se oye nada. ¡Vaya la paya! ¡Qué agco me da!, voceó la gitanilla. Fueron llegando familiares y colegas y se formó una tribu de flamenquitos de respetable magnitud.
Me avisaron de nuevo y me dijeron que me tenían que hacer otro electro. Me di cuenta entonces que llevaba las tiras adhesivas pegadas en el torso cuando me hicieron las placas. ¿No pasará nada por eso? Joder, ¿otro electro para qué? ¿Aprensiones? Ya. Cuando volví no podía más y decidí sentarme de lado. Los asientos eran de plástico, incómodos aun con el culo sano. El hombre de las gafas camaleónicas había cogido una silla de ruedas y se dedicaba a hacer prácticas de conducción por toda la sala. Debía ser el eterno gracioso: en la escuela, durante el tiempo que asistiera, en la pandilla de amigos o en el trabajo. De todas formas no debió ser nunca de los que se desloman. Al rato, le dijeron que tenía que quedar ingresado, pero él nunca se sorprendía ante nada: llevaba un bolso con todo lo necesario.
Me estaba adormilando cuando me llamaron otra vez. Me pareció que no podía moverme, que después de levantarme no era capaz de avanzar. Me esforzaba por llegar hasta la puerta pero no podía dar un paso. Al tiempo que experimentaba una sensación extraña, una sacudida en el tórax que me dejó desubicado, me pareció ver un fogonazo. Venga, date prisa que te llaman, me dije. Entonces me vi como si llevara una cámara de video, dos metros por encima de mi propio cuerpo inanimado, desde la que me estuviera grabando a mí mismo. Permanecía sentado y quieto. Observé cómo me cogían y en medio de un revuelo me subieron a una camilla y me metieron para dentro. Pues yo lo vi desplomarse. Se levantó cuando lo llamaron y enseguida cayó ahí mismo, sobre la silla, dijo la mujer que llevaba más rato esperando. Cuando lo volvieron a llamar –que ya no me acuerdo cómo dijeron-, nada, ni se movió, detalló el gracioso. Me metieron corriendo en el ascensor y me intentaron reanimar con maniobras de masaje cardiaco. En vano.
No me di cuenta de lo que pasaba ni supe, hasta después de algún tiempo, interpretarlo. Lo que tampoco entiendo es cómo esto ha llegado hasta aquí para que lo pueda leer cualquiera. Bueno está. Bueno estaba y...
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