lunes, 2 de junio de 2008

En el servicio de urgencias II (relato)

En la abigarrada concurrencia te encontrabas gente de variado aspecto y condición. Se observaban caras largas y preocupadas, de dolor, de fatiga, de resignación y de aburrimiento. Una multitud de parroquianos departía sobre sus antecedentes clínicos, algunos sobre las formalidades que les habían conducido hasta allí, otros sobre el trabajo y, en fin, sobre padecimientos varios. Estaba el politiquero que aprovechaba para reflexionar en voz alta sobre el estado de la sanidad pública y los vecinos o conocidos que se encontraban en la molesta tesitura de preguntarse por la razón de su estancia, después de cruzarse a menudo en la calle o en algún comercio, sin dirigirse la palabra. También había quien, en tal caso, simulaba no reconocer al otro o hacía como que no lo había visto. Estaban los que acudían a urgencias por las buenas, sin más ni más, sin encomendarse a nadie: Vale la pena venir. Vas al ambulatorio y no sirve de nada. Aquí te tienen cinco o seis horas pero te hacen todas las pruebas. Sí, y además te dan por el culo, pensaba yo. Otros, se notaba, iban por vez primera. Una mujer delgada andaba de un lado a otro con un carro de la compra que nunca perdía de vista, atestado de bártulos. Peinaba una trenza apretada, con todo el pelo negro, salpicado de pocas canas, tirante hacia atrás, y llevaba pantalones azules de algodón, zapatillas deportivas blancas y polo de manga larga abrochado hasta arriba. Por su porte y su vestimenta se le podían echar menos años de los que seguramente tenía en realidad, pero las arrugas de la cara y la dentadura amarilla y estropeada, delataban su edad y una vida poco regalada. Sin embargo, sonreía con facilidad y tenía una mirada franca aunque con un fondo oscuro de amargura. Reclamaba llorosa que la visitara el psiquiatra y decía que el médico la había engañado, según le había confirmado el guardia de seguridad, que andaba por allí repartiendo vigilancia y calma. La celadora a quien dirigía sus protestas le decía con mucho tacto que si ya había hablado con el médico debía tranquilizarse y confiar en él. La atribulada mujer zanjó aquellas sugerencias con una expresión suave pero tajante sobre la incompetencia del médico para dictaminar sobre los males que a ella le aquejaban. Tenía una curiosa serenidad crispada. Una pareja de roqueros parecía haber sufrido un accidente de moto. Los dos iban de cuero negro y ella conducía la silla de ruedas donde iba él echándose mano a un costado, al otro, a una nalga, a la pierna, y sujetando el casco.
Me llamaron para sacarme sangre. Mientras me buscaban la vena, con el brazo apoyado sobre un grueso taco anatómico de goma, me sentí en la obligación de hacer algún comentario ingenioso: Con lo bien que estaría yo haciendo la siesta. Anda, y yo en la playa. Lo mismo cuando me dijeron que cogiese un bote para la orina: ¡Qué guarrada! De vuelta con el frasco lleno, me hicieron un electro y me dejaron unas pegatinas metálicas en el pecho por si lo tenían que repetir.
A gente como yo –que soy todo lo contrario a un paciente y sufro de mi poquito de hipocondría-, esas idas y venidas le ponen malo. Con semejante procedimiento, sólo consiguen enfermar al que está bueno porque no puede uno quitarse de la cabeza que con la inacabable búsqueda, con tanto llevarte y traerte, a la fuerza te han de encontrar algo.

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