Desde hacía una semana sentía molestias en el vientre, unos pinchazos que se hicieron cada vez más frecuentes. Acabó por instalárseme un dolor persistente antes que intenso, una incomoda y simultánea sensación de hambre y hartazgo, de vacío e hinchazón. Como si fuera flato. Cuando en una deposición no encontré otra cosa sobre la loza blanca del váter que una mucosidad sanguinolenta, me asusté y en contra de mis hábitos y mis principios me fui al médico cagando leches. Es un decir, claro.
Me recetaron analgésicos pero no fueron capaces de diagnosticar una dolencia que empezó a preocuparme por su origen incierto, no por otra cosa. A los dos días, me presenté en el servicio de urgencias de La Fe con el volante del médico de cabecera y el aturdimiento que suelo llevar encima en semejantes gestiones, acrecentado, esa vez, por mi estreno como visitante de un lugar tan desagradable. Tras un par de interrogatorios rutinarios, en los que trataron de cerciorarse de la gravedad, del alcance real de la urgencia, me mandaron a la sala de espera. Luego, en un primer reconocimiento hube de responder a preguntas iguales a las que ya habían contestado en el consultorio de atención primaria (¿ha tenido fiebre?, ¿vómitos?, ¿diarrea?, ¿desde cuándo no se encuentra bien?), al mismo trámite de auscultación y a idénticas exploraciones (¿le duele aquí? ¿y aquí?). Además, me tomaron la temperatura, la tensión y el pulso y me introdujeron un insoportable adminículo por el ano tras colocarme a cuatro patas sobre una camilla, concluyendo que no tenía almorranas. Y creo que si las hubiera tenido, con tales manipulaciones me las habrían cercenado de cuajo.
Así que, con el recto escocido, me vi de vuelta a la sala de espera, donde permanecí derecho durante cinco horas. Conste que si renuncié a sentarme no fue por falta de sitio o de cansancio, ni tampoco por ofrecer con caballerosidad el asiento a nadie.
La sala de espera era casi rectangular, relativamente amplia, con bancadas de sillas atornilladas en el suelo, en baterías dispuestas a lo largo de las paredes y en el centro del local. En un lado, había unos aseos y, al fondo, máquinas expendedoras de bebidas. Desde un ordenador y desde un despachito fabricado mediante el sencillo expediente de colocar un parabán en una esquina, unas enfermeras controlaban al personal, le informaban, y al parecer hacían algo más, aunque no se sabía muy bien qué. El espacio albergaba a unas doscientas personas en lenta y continua renovación: ingresaban unos pocos a cambio de abandonarlo definitivamente otros tantos y todos los demás, la mayoría, entraban y salían para las diligencias sanitarias a que eran requeridos. Existían dos puertas de acceso enfrentadas: una que daba al exterior, a las escalinatas que subían a la gran explanada donde se distribuían todas las dependencias del complejo hospitalario, y la otra, a la vía por donde llegaban las ambulancias. Debía de cruzarse este callejón para entrar en el servicio de urgencias propiamente dicho, con sus consultas y anejos, alojado en el sótano del edificio principal. Ambas entradas consistían en grandes hojas de cristal de apertura automática. La de las escaleras era la preferida por los fumadores para echarse sus cigarritos. Todo tenía un aire aséptico y despersonalizado, como de oficina, una iluminación blanca y neutra, y unas paredes alicatadas a media altura, repletas de carteles admonitorios.
Me recetaron analgésicos pero no fueron capaces de diagnosticar una dolencia que empezó a preocuparme por su origen incierto, no por otra cosa. A los dos días, me presenté en el servicio de urgencias de La Fe con el volante del médico de cabecera y el aturdimiento que suelo llevar encima en semejantes gestiones, acrecentado, esa vez, por mi estreno como visitante de un lugar tan desagradable. Tras un par de interrogatorios rutinarios, en los que trataron de cerciorarse de la gravedad, del alcance real de la urgencia, me mandaron a la sala de espera. Luego, en un primer reconocimiento hube de responder a preguntas iguales a las que ya habían contestado en el consultorio de atención primaria (¿ha tenido fiebre?, ¿vómitos?, ¿diarrea?, ¿desde cuándo no se encuentra bien?), al mismo trámite de auscultación y a idénticas exploraciones (¿le duele aquí? ¿y aquí?). Además, me tomaron la temperatura, la tensión y el pulso y me introdujeron un insoportable adminículo por el ano tras colocarme a cuatro patas sobre una camilla, concluyendo que no tenía almorranas. Y creo que si las hubiera tenido, con tales manipulaciones me las habrían cercenado de cuajo.
Así que, con el recto escocido, me vi de vuelta a la sala de espera, donde permanecí derecho durante cinco horas. Conste que si renuncié a sentarme no fue por falta de sitio o de cansancio, ni tampoco por ofrecer con caballerosidad el asiento a nadie.
La sala de espera era casi rectangular, relativamente amplia, con bancadas de sillas atornilladas en el suelo, en baterías dispuestas a lo largo de las paredes y en el centro del local. En un lado, había unos aseos y, al fondo, máquinas expendedoras de bebidas. Desde un ordenador y desde un despachito fabricado mediante el sencillo expediente de colocar un parabán en una esquina, unas enfermeras controlaban al personal, le informaban, y al parecer hacían algo más, aunque no se sabía muy bien qué. El espacio albergaba a unas doscientas personas en lenta y continua renovación: ingresaban unos pocos a cambio de abandonarlo definitivamente otros tantos y todos los demás, la mayoría, entraban y salían para las diligencias sanitarias a que eran requeridos. Existían dos puertas de acceso enfrentadas: una que daba al exterior, a las escalinatas que subían a la gran explanada donde se distribuían todas las dependencias del complejo hospitalario, y la otra, a la vía por donde llegaban las ambulancias. Debía de cruzarse este callejón para entrar en el servicio de urgencias propiamente dicho, con sus consultas y anejos, alojado en el sótano del edificio principal. Ambas entradas consistían en grandes hojas de cristal de apertura automática. La de las escaleras era la preferida por los fumadores para echarse sus cigarritos. Todo tenía un aire aséptico y despersonalizado, como de oficina, una iluminación blanca y neutra, y unas paredes alicatadas a media altura, repletas de carteles admonitorios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario