El
oportunismo, a los políticos (como a los soldados, el valor) se les supone. No
les ocurre lo que a Chaplin en Tiempos
Modernos, que se ven liderando una manifestación sin pretenderlo; su
presencia en cualquier movilización jamás obedece a la casualidad.
La
comparecencia de Monedero en Lavapiés se puede explicar en ese orden de cosas,
y el afán de capitalizar la protesta de los manteros en beneficio propio está justificado,
o al menos obedece a esa lógica. Sin embargo, contemplar cómo reprochaba al PP
su electoralismo y le acusaba de manipular los sentimientos de dolor por la
muerte de Gabriel, en el debate sobre la Prisión Permanente Revisable, y,
apenas 24 horas después, aparece doliéndose del fallecimiento del senegalés, resulta
estomagante. ¿Cómo no se da cuenta y se apresta a borrar un tuit
que sigue apareciendo en su perfil?
Todo el mundo lamenta esas desgracias y hay evidencias de obscenidad en el uso partidista que se hace de las mismas, pero resulta complicado medir la magnitud con que cada cual ha hecho exhibición de sinvergozonería: Ruth Ortiz considera indignante que el PP se aproveche de las víctimas y Blanca Estrella Ruiz, presidenta de la Asociación Clara Campoamor, pidió disculpas por la actuación del PSOE en la tribuna de las Cortes, a la vez que el padre de Diana Quer apelaba a los partidos de izquierda por la postura adoptada. Tampoco está claro cuál es la versión de lo ocurrido con Mame Mbaye que más se ajusta a la realidad. El Twitter de la Policía Municipal se silenció nada más producirse el incidente. Podemos, en Madrid, en la persona de Javier Barbero, concejal de Seguridad, Salud y Emergencias, parece haber recibido un poco de su propia medicina.
Al margen de los políticos, de sus actuaciones y posicionamientos, después de ver Tres anuncios en las afueras, no me queda claro que las víctimas (sobre todo, las que siguen vivas: ellas o sus familias) no merezcan algún tipo de reparación. Incluso se les niega el derecho a exigir que caiga todo el peso de la ley sobre los culpables y a pedir que el peso se incremente cuanto sea posible. La verdad es que tampoco lo tenía claro antes. Lo que sí le deja a uno atónito es la forma repugnante en que ciertos individuos irrumpen en el debate: Luis García Montero, poeta, profesor universitario y excandidato de Izquierda Unida, ha manifestado que «todos somos Ana Julia Quezada». Lo serás tú.
Otra película que he visto recientemente, The Square, aparte de poner en solfa las
pajas mentales y el endiosamiento de algunos artistas de vanguardia, la superchería
tiránica de la crítica especializada, el seguidismo borreguil y políticamente
correcto que hace (hacemos) el público, le da una zurra inmisericorde al empalagoso
y falso sentimiento de solidaridad de muchos intelectuales con los colectivos
desfavorecidos, a la artificiosidad cursi de sus poses buenistas, al impostado
e hipersensible compromiso de la gauche divine. ¡Ah el buenismo! Y no viene de Gustavo Bueno, quien, a
contracorriente del pensamiento único, ya explicaba alguna de los mecanismos
que lo rigen en su obra Zapatero y el pensamiento Alicia: un presidente en
el país de las maravillas. Bueno catalogaba
a la izquierda en «definida», con un proyecto para el Estado, para transformarlo
o destruirlo, e «indefinida», la que carece de un proyecto de Estado y se acoge
a argumentos éticos. Hay veces en que esa supremacía moral de la que presume la
izquierda, la definida o la indefinida, no hay modo de ver en qué se materializa. Pero
ahí, creo yo, está la respuesta a la cuestión de cómo es posible que los
partidos de izquierda se posicionen en contra de su propio electorado. El
periodista Santiago González lo atribuye al legado Zapatero: el odio al
adversario es más fuerte que la lealtad a su público. La oposición unida, dice
S.G., es como el FPJ en La vida de Brian:
el requisito de admisión es odiar de verdad a los romanos, el PP, más de lo que
quieren a los suyos. La progresía, elitista y socialmente comprometida, estirada
y enrollada a un tiempo, que quiere soplar y sorber a la vez, se encuadra en la
izquierda indefinida de la que hablaba el filósofo riojano. El discernir cuál
es el argumento ético que en ocasiones le guía, es harina de otro costal.Al margen de los políticos, de sus actuaciones y posicionamientos, después de ver Tres anuncios en las afueras, no me queda claro que las víctimas (sobre todo, las que siguen vivas: ellas o sus familias) no merezcan algún tipo de reparación. Incluso se les niega el derecho a exigir que caiga todo el peso de la ley sobre los culpables y a pedir que el peso se incremente cuanto sea posible. La verdad es que tampoco lo tenía claro antes. Lo que sí le deja a uno atónito es la forma repugnante en que ciertos individuos irrumpen en el debate: Luis García Montero, poeta, profesor universitario y excandidato de Izquierda Unida, ha manifestado que «todos somos Ana Julia Quezada». Lo serás tú.
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