La respuesta airada, la moda de corresponder con higas y butifarras al acoso de uno o varios histéricos, probablemente arranca de mucho antes, pero el corte de mangas verbal del Rey a Chávez, el “¿por qué no te callas?”, marcó un hito en eso del comportamiento de personajes públicos en público. El propio Juan Carlos fue protagonista de una famosa peineta dirigida a los hooligans batasunos. Recientemente, también ha sido noticia la actitud chulesca y políticamente incorrecta de la jueza Ángela Murillo, en un juicio a Otegi. Lo que hizo no sólo implicaba desautorizarse a sí misma (en el sentido más literal, perdiendo la autoridad de que está investida en el ejercicio de su cargo), sino –lo que puede ser peor- que perjudicó al proceso.
En cuanto al gesto de Aznar, no voy a reivindicar aquí y ahora la libertad de expresión de unos energúmenos (aunque tampoco la niego), pero él es un ex- presidente que cobra un buen sueldo y no debe rebajarse. El cargo (o el ex-cargo) y la retribución actual, vigente, contante y sonante, lleva consigo la obligación de aguantarse, la de no ceder a ese impulso primario, la de reprimir la tentación de hacer lo que le pedía el cuerpo en ese momento; privilegio que, paradójicamente sí que ostentamos los peatones españoles y que puede llevarnos a un lógico –pero injustificado- sentimiento de solidaridad. Analizando las reacciones y el movimiento de comprensión y simpatía que generan estos excesos, vemos que va por barrios y depende del protagonista del exabrupto y, en ocasiones, de su destinatario; pero la cuestión es básicamente la misma y se (des)califica igual.
En vez de fascista (¿por qué no se usa aquí el dicterio “falangista”, un casi sinónimo más nacional?) y asesino, los de la masa vociferante le recordarán la próxima vez la dedocracia y le dirán maleducado. Y con razón.
En cuanto al gesto de Aznar, no voy a reivindicar aquí y ahora la libertad de expresión de unos energúmenos (aunque tampoco la niego), pero él es un ex- presidente que cobra un buen sueldo y no debe rebajarse. El cargo (o el ex-cargo) y la retribución actual, vigente, contante y sonante, lleva consigo la obligación de aguantarse, la de no ceder a ese impulso primario, la de reprimir la tentación de hacer lo que le pedía el cuerpo en ese momento; privilegio que, paradójicamente sí que ostentamos los peatones españoles y que puede llevarnos a un lógico –pero injustificado- sentimiento de solidaridad. Analizando las reacciones y el movimiento de comprensión y simpatía que generan estos excesos, vemos que va por barrios y depende del protagonista del exabrupto y, en ocasiones, de su destinatario; pero la cuestión es básicamente la misma y se (des)califica igual.
En vez de fascista (¿por qué no se usa aquí el dicterio “falangista”, un casi sinónimo más nacional?) y asesino, los de la masa vociferante le recordarán la próxima vez la dedocracia y le dirán maleducado. Y con razón.
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