«Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos» (He 10,42; 17,31; Rom 14,9; 2 Tim 4,1; 1 Pe 4,5).
El filósofo Gustavo Bueno hace tiempo que advirtió la personalidad mesiánica del jienense.
Los Baltasares, Gracián y Garzón, son figuras señeras del barroco español, del conceptismo de dos siglos de oro distintos y distantes; excesivo el primero en su pesimismo y con gusto por el quijotismo desmesurado el otro.
Hubo un tiempo en que la justicia era menos imaginativa, más previsible y aburrida, aunque igual de lenta y fallona. Entonces, cuando no se estaba conforme con una resolución administrativa se iba al contencioso. Ahora no; si alguien sufre –o cree sufrir- una arbitrariedad, a su autor se le monta un pollo judicial. Tampoco está mal. Llegó una nueva hornada de abogados con creatividad y se puso de moda amenazar y cumplir, con razón o sin ella, con la presentación de querellas. Cundió el ejemplo porque resultaba muy efectivo. Los jueces, sistemáticamente, las admitían todas aunque fueran peregrinas, porque al alegato de indefensión siempre le han tenido más miedo que a mearse en la cama; así que se generalizó la práctica y los jueces han acabado siendo alguaciles alguacilados.
Haré como cada quisque y me lanzaré a la piscina a dar mi leguleya opinión: más que prevaricación yo veo en este bobo asunto inconsciencia banal, estúpida y recalcitrante, aunque también comprendo que desde Argentina o Chile se perciba a su protagonista como Dan Defensor, el Magistrado Valiente. Sin embargo, si se le siguiera un juicio justo (no hay redundancia) por majadero en vez de por prevaricador, seguro que resultaba condenado. Parecía una broma, algo simbólico y lleno de comicidad, pero no, el tío iba en serio. Ahora bien, tampoco creo que el ser un flipado le haga merecedor de ningún castigo. Digo que comprendo a los chilenos y argentinos pero la primera gran diferencia con nuestro caso –que ellos también entenderían a poco que reparasen en ello- es que Pinochet y los milicos Videla o Galtieri estaban vivos cuando se les pudo procesar, y Franco ya hacía que yacía muerto y enterrado. Nada, un pequeño detalle sin importancia. Nos constaba y por eso costaba aclararse con este surrealista asunto. Baltasar, igual que hizo en su paso a la política, se tomó excedencia de su puesto de juez para hacerse historiador. ¿Qué digo historiador?; es la Historia misma juzgando a sus protagonistas. Por cierto, ¿no brindó acaso por el fallecimiento de Franco la mayoría de españoles que tenían edad para sostener una copa? Eso decían luego. No obstante, una cosa es que en mi opinión no merezca castigo por ese presunto delito, por ese pecadillo con trazas de juego teatral, y otra bien distinta es que no deba seguirse la instrucción, del mismo modo que cuando un etarra presenta denuncia contra la Guardia Civil por torturas, porque nadie, ni siquiera el juez Garzón, puede gozar de un espacio de impunidad. A juzgar por las señoras que le expresaron su admiración y cariño a las puertas del Supremo, el Tribunal Popular ha absuelto a Baltasar.
La principal obra de Gracián es El Criticón y Garzón está en ello, aunque también lo sufre: es criticado y ensalzado a partes iguales. Gracián era aragonés de Calatayud, el pueblo de la Dolores, y si cumplía con el estereotipo, testarudo, y Garzón andaluz y, estando al tópico, saleroso. Ole su gracia.
El filósofo Gustavo Bueno hace tiempo que advirtió la personalidad mesiánica del jienense.
Los Baltasares, Gracián y Garzón, son figuras señeras del barroco español, del conceptismo de dos siglos de oro distintos y distantes; excesivo el primero en su pesimismo y con gusto por el quijotismo desmesurado el otro.
Hubo un tiempo en que la justicia era menos imaginativa, más previsible y aburrida, aunque igual de lenta y fallona. Entonces, cuando no se estaba conforme con una resolución administrativa se iba al contencioso. Ahora no; si alguien sufre –o cree sufrir- una arbitrariedad, a su autor se le monta un pollo judicial. Tampoco está mal. Llegó una nueva hornada de abogados con creatividad y se puso de moda amenazar y cumplir, con razón o sin ella, con la presentación de querellas. Cundió el ejemplo porque resultaba muy efectivo. Los jueces, sistemáticamente, las admitían todas aunque fueran peregrinas, porque al alegato de indefensión siempre le han tenido más miedo que a mearse en la cama; así que se generalizó la práctica y los jueces han acabado siendo alguaciles alguacilados.
Haré como cada quisque y me lanzaré a la piscina a dar mi leguleya opinión: más que prevaricación yo veo en este bobo asunto inconsciencia banal, estúpida y recalcitrante, aunque también comprendo que desde Argentina o Chile se perciba a su protagonista como Dan Defensor, el Magistrado Valiente. Sin embargo, si se le siguiera un juicio justo (no hay redundancia) por majadero en vez de por prevaricador, seguro que resultaba condenado. Parecía una broma, algo simbólico y lleno de comicidad, pero no, el tío iba en serio. Ahora bien, tampoco creo que el ser un flipado le haga merecedor de ningún castigo. Digo que comprendo a los chilenos y argentinos pero la primera gran diferencia con nuestro caso –que ellos también entenderían a poco que reparasen en ello- es que Pinochet y los milicos Videla o Galtieri estaban vivos cuando se les pudo procesar, y Franco ya hacía que yacía muerto y enterrado. Nada, un pequeño detalle sin importancia. Nos constaba y por eso costaba aclararse con este surrealista asunto. Baltasar, igual que hizo en su paso a la política, se tomó excedencia de su puesto de juez para hacerse historiador. ¿Qué digo historiador?; es la Historia misma juzgando a sus protagonistas. Por cierto, ¿no brindó acaso por el fallecimiento de Franco la mayoría de españoles que tenían edad para sostener una copa? Eso decían luego. No obstante, una cosa es que en mi opinión no merezca castigo por ese presunto delito, por ese pecadillo con trazas de juego teatral, y otra bien distinta es que no deba seguirse la instrucción, del mismo modo que cuando un etarra presenta denuncia contra la Guardia Civil por torturas, porque nadie, ni siquiera el juez Garzón, puede gozar de un espacio de impunidad. A juzgar por las señoras que le expresaron su admiración y cariño a las puertas del Supremo, el Tribunal Popular ha absuelto a Baltasar.
La principal obra de Gracián es El Criticón y Garzón está en ello, aunque también lo sufre: es criticado y ensalzado a partes iguales. Gracián era aragonés de Calatayud, el pueblo de la Dolores, y si cumplía con el estereotipo, testarudo, y Garzón andaluz y, estando al tópico, saleroso. Ole su gracia.
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