El mismo día en que se hizo pública la condena a su padre, María Garzón publicó una carta en El País dirigida a los que se alegraban de la dureza de la sentencia hasta el punto de brindar por ella. Es lógica la reacción: la familia está jodida y respira por la herida. Lo que me llamó la atención es que apelara, como había hecho su padre la víspera, a la conciencia. Flaco favor se hizo don Baltasar citando a Kant al asegurar que “el tribunal de un hombre es su conciencia”. Con semejante afirmación restaba autoridad al tribunal que estaba a punto de sentenciarlo y deslegitimaba un oficio que, hasta ese momento, todavía era el suyo. Había dudas de su pericia como juez pero de ese modo dejaba claro lo nefasto que resultaba como abogado de su propia causa. Con la conciencia pasa como con las buenas intenciones, que de esas está empedrado el camino del infierno. Nietzsche ya advirtió que con ellas solas no basta.
En este juicio, Garzón se ha visto despojado de la toga dos veces: una literal y otra metafórica y definitivamente. En la primera ocasión debió ahorrarse a sí mismo el bochorno y a los demás la vergüenza ajena. Como le dijo el Presidente de la Sala, él sabía que un acusado no puede sentarse vestido de esa guisa en el banquillo.
Nunca me he alegrado de la desgracia ajena cualquiera que fuese la circunstancia que la provocara, y creo que en eso formo parte de la mayoría. Esta vez, tampoco. Lo que ocurre es que me cuesta entender la insistencia en comparar la resolución de este caso con la de los perseguidos que han acabado en perseguidores, los de la trama Gürtel. La cuestión es muy sencilla y podría no entenderla Pilar Bardem pero Gaspar, como Baltasar, sí deben porque afecta a los fundamentos mismos del sistema democrático: Los delincuentes se pueden servir de los mecanismos del Estado de Derecho para defenderse, pero el Estado de Derecho no se puede defender a sí mismo con los métodos de los delincuentes y quebrantar la ley. Esa es la diferencia. No valen las razones de Estado ni cualesquiera otras que la ley misma, todas las de la ley pero con la ley como límite. Una cosa, ya digo, es que lo ignoren los portadores de pancartas a las puertas del Tribunal Supremo, pero Llamazares está obligado a saberlo. Ya que no hace pedagogía, al menos, si discrepa, ha de tener cuidado con el uso de argumentos espurios y peligrosos por antidemocráticos. Por lo visto en la vista (la de Valencia), Camps es un sinvergüenza, pero lo que se juzgaba no era su catadura moral sino la comisión de un delito, si quedaba demostrado que había cometido el delito que se le imputaba. Yo ya no le votaré aunque (cosa dudosa) tuviera la oportunidad de hacerlo. En honor a la verdad, tampoco lo hice cuando la tuve.
Más comprensible me resulta la comparación con otros jueces, como aquel mastuerzo que consideraba que llamar zorra a una mujer no es insultarla. Parece evidente la desproporción entre las sanciones impuestas a uno y otro por sus respectivas actuaciones en el ejercicio del cargo, por mucho que el uno vaya contra derechos constitucionales, la privacidad de las comunicaciones y la defensa letrada, y el otro haya cometido un delito de lesa femenidad (o algo así). No sabemos si en la forma de instruir los sumarios, por parte de Garzón, influye algo más que el afán profesional de perseguir a los delincuentes sin cuartel (y de ahí la necesidad de encontrar pruebas a toda costa) y si hay dosis de vanidad, como se sugiere a menudo, o se deja llevar por sus inclinaciones políticas, como también se apunta. De entrada y al margen de preferencias partidistas, filias o fobias particulares, no pueden causar la misma simpatía el exjuez estrella y el mencionado juez repugnante que hemos tomado como ejemplo (mejor dicho, a quien hemos mencionado a título de ejemplo).
Ciertamente, la jurisprudencia del Tribunal Supremo no figura entre mis lecturas favoritas pero me he obligado a leer la sentencia. Lo primero que me ha llamado la atención es que, a pesar de que unánimemente ha merecido el calificativo de dura (¿dura lex sed lex?), el artículo 446 del Código Penal, como se recoge en la página 36, prevé una pena para el delito de prevaricación de entre diez y veinte años. Once se sitúa en la parte más baja del tramo. Además de que resulta sólida, muy currada, no sé si estaban pensando en Gómez de Liaño, a quien aludía recientemente por el indudable paralelismo con quien fue su colega, al redactar el Fundamento de Derecho Sexto. Gómez de Liaño, también inhabilitado, obtuvo la victoria moral del reconocimiento por parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de que su proceso había carecido de las garantías precisas. La sentencia de Garzón está trufada de referencias a la jurisprudencia de dicho Tribunal (el de Estrasburgo) y a la del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas.
Los mismos que hoy claman contra la prescripción del asunto “Banco Santander” ayer reclamaban la del tema de las fosas y los que ahora proclaman la injusticia de esta sentencia antes declamaban que el 11-M era cosa juzgada y bien juzgada. Así son las cosas.
En este juicio, Garzón se ha visto despojado de la toga dos veces: una literal y otra metafórica y definitivamente. En la primera ocasión debió ahorrarse a sí mismo el bochorno y a los demás la vergüenza ajena. Como le dijo el Presidente de la Sala, él sabía que un acusado no puede sentarse vestido de esa guisa en el banquillo.
Nunca me he alegrado de la desgracia ajena cualquiera que fuese la circunstancia que la provocara, y creo que en eso formo parte de la mayoría. Esta vez, tampoco. Lo que ocurre es que me cuesta entender la insistencia en comparar la resolución de este caso con la de los perseguidos que han acabado en perseguidores, los de la trama Gürtel. La cuestión es muy sencilla y podría no entenderla Pilar Bardem pero Gaspar, como Baltasar, sí deben porque afecta a los fundamentos mismos del sistema democrático: Los delincuentes se pueden servir de los mecanismos del Estado de Derecho para defenderse, pero el Estado de Derecho no se puede defender a sí mismo con los métodos de los delincuentes y quebrantar la ley. Esa es la diferencia. No valen las razones de Estado ni cualesquiera otras que la ley misma, todas las de la ley pero con la ley como límite. Una cosa, ya digo, es que lo ignoren los portadores de pancartas a las puertas del Tribunal Supremo, pero Llamazares está obligado a saberlo. Ya que no hace pedagogía, al menos, si discrepa, ha de tener cuidado con el uso de argumentos espurios y peligrosos por antidemocráticos. Por lo visto en la vista (la de Valencia), Camps es un sinvergüenza, pero lo que se juzgaba no era su catadura moral sino la comisión de un delito, si quedaba demostrado que había cometido el delito que se le imputaba. Yo ya no le votaré aunque (cosa dudosa) tuviera la oportunidad de hacerlo. En honor a la verdad, tampoco lo hice cuando la tuve.
Más comprensible me resulta la comparación con otros jueces, como aquel mastuerzo que consideraba que llamar zorra a una mujer no es insultarla. Parece evidente la desproporción entre las sanciones impuestas a uno y otro por sus respectivas actuaciones en el ejercicio del cargo, por mucho que el uno vaya contra derechos constitucionales, la privacidad de las comunicaciones y la defensa letrada, y el otro haya cometido un delito de lesa femenidad (o algo así). No sabemos si en la forma de instruir los sumarios, por parte de Garzón, influye algo más que el afán profesional de perseguir a los delincuentes sin cuartel (y de ahí la necesidad de encontrar pruebas a toda costa) y si hay dosis de vanidad, como se sugiere a menudo, o se deja llevar por sus inclinaciones políticas, como también se apunta. De entrada y al margen de preferencias partidistas, filias o fobias particulares, no pueden causar la misma simpatía el exjuez estrella y el mencionado juez repugnante que hemos tomado como ejemplo (mejor dicho, a quien hemos mencionado a título de ejemplo).
Ciertamente, la jurisprudencia del Tribunal Supremo no figura entre mis lecturas favoritas pero me he obligado a leer la sentencia. Lo primero que me ha llamado la atención es que, a pesar de que unánimemente ha merecido el calificativo de dura (¿dura lex sed lex?), el artículo 446 del Código Penal, como se recoge en la página 36, prevé una pena para el delito de prevaricación de entre diez y veinte años. Once se sitúa en la parte más baja del tramo. Además de que resulta sólida, muy currada, no sé si estaban pensando en Gómez de Liaño, a quien aludía recientemente por el indudable paralelismo con quien fue su colega, al redactar el Fundamento de Derecho Sexto. Gómez de Liaño, también inhabilitado, obtuvo la victoria moral del reconocimiento por parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de que su proceso había carecido de las garantías precisas. La sentencia de Garzón está trufada de referencias a la jurisprudencia de dicho Tribunal (el de Estrasburgo) y a la del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas.
Los mismos que hoy claman contra la prescripción del asunto “Banco Santander” ayer reclamaban la del tema de las fosas y los que ahora proclaman la injusticia de esta sentencia antes declamaban que el 11-M era cosa juzgada y bien juzgada. Así son las cosas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario