
Pues en las lecturas de inspiración libertaria de esa época, en la que se practicó un ejercicio de memoria histórica mucho más profundo y honesto, Andreu Nin aparecía como una especie de gran esperanza blanca del marxismo, por mucho que fuera retroactiva y frustrada. Por entonces, la información llegaba nítida; no eran los recientes ecos apagados, pero, en contrapartida, la realidad empezaba a desnudar los mitos. El régimen soviético ya no representaba modelo de nada. Estaba, desde hacía muchas décadas, con los pies hundidos en un lodazal gris, encenagado de burocracia y guerra fría. El bloque del Este quedaba tapado por el muro de cemento que lo encerraba en un recinto frío de cementerio o manicomio. La socialdemocracia, desde siempre, careció de la épica de los movimientos revolucionarios. El estancamiento del eurocomunismo de Berlinguer, Marchais y Carrillo y el experimento truncado de Chile, devolvieron protagonismo a la guerrilla, en Angola y, sobre todo, en la Nicaragua Sandinista. Ondeaba la bandera rojinegra, y no la de Falange precisamente, y otra vez, como en Vietnam, eran expulsados los imperialistas americanos y derrotados sus amigos opresores. Tras el desprestigio del maoísmo con la Revolución Cultural, el icono del Che recuperó el valor taumatúrgico del símbolo, y bajó de los altares de la Cuba castrista y de las paredes de muchas habitaciones en donde seguían colgados sus pósteres, para volver a empuñar las armas contra el fascismo.
En ese nuevo contexto, Durruti o Nin eran los mártires propios, los que venían ligados para siempre a nuestra historia y nuestros ancestros, los héroes eternos e insobornables cuyas muertes, envueltas en un halo de misterio, no hacían sino acrecentar la leyenda de sus vidas. Los trotskistas parecían constituir la única corriente capaz de dar rostro humano al sueño socialista.

Más allá de la controversia sobre la participación de Nin en eso que se dio en llamar la Quinta Columna, la rivalidad con otros partidos de filiación marxista (significadamente el PSUC) y en la connivencia de la CNT para ser expulsado del Consell de la Generalitat en diciembre del 36, la toma del edificio de la Telefónica de Barcelona, en mayo de 1937, por parte del POUM y los anarquistas, marcó un hito en la inacabada dialéctica: Guerra o Revolución. La tortura y asesinato de Nin a manos de agentes estalinistas forjaron definitivamente el mito.
Por todo eso, se entiende menos la reacción general de indiferencia cuando aparece la que podría ser la fosa en la que yacen sus huesos. ¿No se merece, según la terminología acuñada por la doctrina de la Memoria Histórica, que sus restos sean honrados y depositados en una tumba con su nombre? Puede que nunca sepamos si eran de él o no, pero es como si hubieran pensado que "vaya muerto que nos ha caído".
Será la astenia pre-primaveral o el Matrix progre, que dice Juan Manuel de Prada.
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