lunes, 24 de marzo de 2008

Partidos por la mitad

La Memoria Histórica es definitoria del momento político que vivimos y, a la vez, causa y consecuencia de la tirantez en las relaciones entre los partidos. Éstos, en la Transición, hicieron labor de ahormar y encauzar a la ciudadanía en su expresión política; una actividad que –aunque a mí no me guste especialmente- resulta muy acorde con las funciones que les atribuye el artículo 6º de la Constitución: “concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular”. Así, el Partido Comunista llevó a los más extremados de entre la izquierda al redil del respeto a la bandera, la monarquía parlamentaria y la democracia burguesa, mientras Alianza Popular controló a los sectores ultras de la derecha. En este momento parece que ocurre al revés, y que todos se están dejando arrastrar por los halcones de uno y otro signo.
Ahora que al gobierno socialista le ha dado por resucitar la Guerra Civil y sus circunstancias, con el acompañamiento musical de que se trata de recuperar la memoria histórica, reivindicar los valores republicanos y rescatar del olvido a las víctimas (sólo a unas), cualquier objeción en torno a la conveniencia u oportunidad de la campaña (en el fondo, que ya está bien) es neutralizada rápidamente con una mirada de reojo, en funciones de antídoto, displicente y acusadora: “o sea que tú eres facha ¿no?”. Esta merienda de negros le sirve al PSOE para maniatar al PP tildándolo de heredero del franquismo mientras ellos se sitúan en el lado correcto, en el bando de los buenos.
En realidad, en vida de Franco se habló de la Guerra constantemente aunque entonces, claro está, desde otra óptica. Los primeros años de la Transición trajeron la polémica, la confrontación de opiniones, y sacaron a la luz a los partidarios de la República. Luego, las aguas volvieron a su cauce y se serenaron: cuarenta años después, parecía que los muertos estaban definitivamente bien enterrados, descansando en paz. En coherencia con la actual puesta en cuestión de todo lo que la Transición fue y representó, se vuelve a agitar los podridos espantajos, a desenterrar los cadáveres. Igual que entonces. Que sean otros los fantasmas que se airean es lo de menos, todos huelen igual de mal. (Con perdón para los fallecidos y sus familiares). ¿A alguien puede extrañar que haya muchos a los que nos parezca rancio, hediondo, descompuesto?
Esta movida es de ida y vuelta. ¿Para qué acordarnos de Badajoz o Paracuellos? ¿No son más los perjuicios y perjudicados que beneficios y beneficiados? ¿Cómo se pretende convencer sobre una determinada visión de la Historia cuando no se ponen de acuerdo en el diagnóstico del momento en que vivimos? Encima, son precisamente las posturas actuales –situadas una frente a otra- las que determinan y condicionan los dos posicionamientos sobre el pasado. Unos claramente conculcadores de la legalidad republicana y los otros, supuestamente, en el revisionismo histórico, también golpistas, en prueba de lo cual se aduce la Revolución de Asturias y la proclamación del Estado Catalán, ambos en octubre del 34.
¿A qué viene resucitar el uso de facha y rojo como dardos y recuperar viejas invectivas? Pues de eso le preguntaba, entre sorprendido y quejoso, Gabilondo a Víctor Manuel, en una entrevista reciente. La campaña electoral se ha basado en agitar en la prensa espectros catastróficos, cada uno los suyos. Decía Cebrián, en un artículo de opinión, que el régimen político español sería, más que una democracia, una mediocracia, por tratarse de la tiranía de los medios de comunicación y del gobierno de los mediocres. Esa reflexión –que según confesó era de Felipe González- la completaba con una idea personal: la miedocracia, o sea pedir el voto sin ilusionar al electorado, tratando de inocularle el miedo al enemigo, de que se contagie del miedo ambiente.
Unos y otros debían ser más radicales, pero no a la manera en que se entiende de forma habitual y peyorativa (irresponsables) sino como lo formulara en su día Alfonso Guerra, en el sentido literal y semántico: ir a la raíz de los problemas para poderlos resolver. No hay un partido bueno. A veces, media parte y, en general, ni siquiera llega a los 45 minutos, con veinte vas que chutas.

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