Ya ven, resulta que tenemos un Presidente patanegra, y no porque la tenga mala (del lado oscuro), ni tampoco porque no pare de meterla en trampas, agujeros, charcos y jardines de donde resulta difícil extraerla luego, sino por su abuelo, el que le mataron en Guerra. Por eso, después de arrojar la primera piedra, anima a los suyos a que le imiten; pero, ¿está seguro de que sus huestes se encuentren en condiciones equiparables de lapidar? Al contrario que muchos jerifaltes socialistas y gentes de todas las tonalidades del rojo (no digamos los otros), ZP sí tiene y acredita inmaculados antecedentes y exhibe musculoso pedigrí. Pos güeno, mejor para él. Será por eso que la ha cogido llorona con la Memoria Histórica.
De todas formas, no se entiende muy bien ese empeño de enmendar la plana a la Transición, salvo que Zapatero quiera colgarse medallas a costa de quitárselas a otros, incluido Felipe González. La Ley de la Memoria Histórica va dirigida, en fin, a desmemoriados y veinteañeros, que ignoran la operación de catarsis que llevaba incorporada la Transición. ¿En qué país “normal” la historia la escribe el Parlamento en lugar de los historiadores? Prácticamente todas las medidas reparadoras de la Ley estaban ya adoptadas a través de disposiciones que derogaban situaciones de injusticia, declaraban nulas sanciones y procedimientos represivos y restauraban patrimonios como el sindical (ésta llevada a cabo por el PSOE a favor de la UGT y en detrimento de la CNT) y, en su mayor parte, fueron acometidas por la UCD. Se pretende rederogar normativa expresamente derogada; lo que convierte a la Ley en algo gratuito e inútil. Olvidadizos son los que no recuerdan a La Pasionaria –a la sazón, símbolo vivo de la España de las dos Españas- presidiendo, como integrante de la Mesa de Edad, una sesión constitutiva del Congreso de los Diputados, o los que ocultan el hecho insoslayable de que al PCE lo legalizó un gobierno de derechas. Después, El Partido se bastó a sí mismo para estamparse, para causar su propia su debacle.
El tupido velo que –supuestamente- se corrió sobre aquel capítulo de nuestra historia no fue el del olvido sino tal vez el de la vergüenza, quizás el sentimiento colectivo de oprobio, y seguro el deseo de reconciliación, basado, mucho más de lo que ahora se quiere admitir, en familias con diversa filiación política, en militantes de izquierda cuyos padres hicieron la guerra en el otro bando, en matrimonios de procedencia dispar, y sobre todo, en el hecho de que se dejara de mirar el origen, el ADN de la década de los treinta. ¡A ver si ahora va a resultar que para emitir el voto vamos a tener que estudiar las ramas que le salieron a nuestro árbol genealógico hace setenta años! En la Guerra ya hubo familias que dispararon desde trincheras opuestas (ahí está el caso significativo de Durruti) y a menudo la contienda se convirtió en un lodazal para dirimir conflictos y liquidar deudas de dudosa índole. El Presidente Patanegra no acaba de dar con la fórmula para aliar civilizaciones, pero no para de soliviantar pueblos y, por el camino que va, empezará a enfrentar familias (por lo dicho; no por nada relacionado con los homosexuales). No se puede saber si su actuación y su discurso no están alimentando el revisionismo histórico y sacando a relucir de rebote los fusilamientos, la represión, las sacas, los paseos, las checas, incluso las razzias en un mismo bando. Unos y otros se retrotraen a la inocencia de la época: Stalin y Hitler ya estaban en danza pero aún no se sabía de su capacidad sanguinaria. Ni los fascismos habían alcanzado su apogeo ni se había levantado el muro, ni el de Pink Floyd ni el otro. Ahora, a cojón visto, todos, unos y otros, saben seguro que es macho.
No hace tanto, en la última etapa del reinado papal de Wojtyla, muchos poníamos en cuestión, precisamente por las mismas razones, la beatificación de los curas asesinados en la contienda por el mero hecho de serlo (curas). Estamos en las mismas o parecidas.
Documental en Canal 33: «Como era católico, me alisté para defender la religión» [¿a tiros?] (falangista de primera hora). «Decías: “esto queda requisado y punto”. No sabe usted la autoridad que da un fusil» [no sería autoridad moral, claro] (militante del POUM). Aunque también habría de los otros –y quiere uno creer que serían la mayoría-, oyendo cosas así no puedes dejar de sentir escalofríos, de pensar en fascistas violadores, salvajes y vengativos, arrebatados por la histeria colectiva de la Nueva Cruzada y en chusma revolucionaria y oligofrénica, ebria de sangre y fuego; en definitiva, en turbas descerebradas ahítas de odio generando muerte, tragedia y destrucción. O sea, nuestros abuelos.
Si lo de la memoria histórica no es contra nadie, si no lleva una carga de revancha, de rencor, activada en su interior, si no se utiliza como arma arrojadiza, entonces es un brindis al sol, y si es contra alguien, habrá que andarse con ojo porque es un arma de doble filo. Por ejemplo, lo de Andreu Nin.
De todas formas, no se entiende muy bien ese empeño de enmendar la plana a la Transición, salvo que Zapatero quiera colgarse medallas a costa de quitárselas a otros, incluido Felipe González. La Ley de la Memoria Histórica va dirigida, en fin, a desmemoriados y veinteañeros, que ignoran la operación de catarsis que llevaba incorporada la Transición. ¿En qué país “normal” la historia la escribe el Parlamento en lugar de los historiadores? Prácticamente todas las medidas reparadoras de la Ley estaban ya adoptadas a través de disposiciones que derogaban situaciones de injusticia, declaraban nulas sanciones y procedimientos represivos y restauraban patrimonios como el sindical (ésta llevada a cabo por el PSOE a favor de la UGT y en detrimento de la CNT) y, en su mayor parte, fueron acometidas por la UCD. Se pretende rederogar normativa expresamente derogada; lo que convierte a la Ley en algo gratuito e inútil. Olvidadizos son los que no recuerdan a La Pasionaria –a la sazón, símbolo vivo de la España de las dos Españas- presidiendo, como integrante de la Mesa de Edad, una sesión constitutiva del Congreso de los Diputados, o los que ocultan el hecho insoslayable de que al PCE lo legalizó un gobierno de derechas. Después, El Partido se bastó a sí mismo para estamparse, para causar su propia su debacle.
El tupido velo que –supuestamente- se corrió sobre aquel capítulo de nuestra historia no fue el del olvido sino tal vez el de la vergüenza, quizás el sentimiento colectivo de oprobio, y seguro el deseo de reconciliación, basado, mucho más de lo que ahora se quiere admitir, en familias con diversa filiación política, en militantes de izquierda cuyos padres hicieron la guerra en el otro bando, en matrimonios de procedencia dispar, y sobre todo, en el hecho de que se dejara de mirar el origen, el ADN de la década de los treinta. ¡A ver si ahora va a resultar que para emitir el voto vamos a tener que estudiar las ramas que le salieron a nuestro árbol genealógico hace setenta años! En la Guerra ya hubo familias que dispararon desde trincheras opuestas (ahí está el caso significativo de Durruti) y a menudo la contienda se convirtió en un lodazal para dirimir conflictos y liquidar deudas de dudosa índole. El Presidente Patanegra no acaba de dar con la fórmula para aliar civilizaciones, pero no para de soliviantar pueblos y, por el camino que va, empezará a enfrentar familias (por lo dicho; no por nada relacionado con los homosexuales). No se puede saber si su actuación y su discurso no están alimentando el revisionismo histórico y sacando a relucir de rebote los fusilamientos, la represión, las sacas, los paseos, las checas, incluso las razzias en un mismo bando. Unos y otros se retrotraen a la inocencia de la época: Stalin y Hitler ya estaban en danza pero aún no se sabía de su capacidad sanguinaria. Ni los fascismos habían alcanzado su apogeo ni se había levantado el muro, ni el de Pink Floyd ni el otro. Ahora, a cojón visto, todos, unos y otros, saben seguro que es macho.
No hace tanto, en la última etapa del reinado papal de Wojtyla, muchos poníamos en cuestión, precisamente por las mismas razones, la beatificación de los curas asesinados en la contienda por el mero hecho de serlo (curas). Estamos en las mismas o parecidas.
Documental en Canal 33: «Como era católico, me alisté para defender la religión» [¿a tiros?] (falangista de primera hora). «Decías: “esto queda requisado y punto”. No sabe usted la autoridad que da un fusil» [no sería autoridad moral, claro] (militante del POUM). Aunque también habría de los otros –y quiere uno creer que serían la mayoría-, oyendo cosas así no puedes dejar de sentir escalofríos, de pensar en fascistas violadores, salvajes y vengativos, arrebatados por la histeria colectiva de la Nueva Cruzada y en chusma revolucionaria y oligofrénica, ebria de sangre y fuego; en definitiva, en turbas descerebradas ahítas de odio generando muerte, tragedia y destrucción. O sea, nuestros abuelos.
Si lo de la memoria histórica no es contra nadie, si no lleva una carga de revancha, de rencor, activada en su interior, si no se utiliza como arma arrojadiza, entonces es un brindis al sol, y si es contra alguien, habrá que andarse con ojo porque es un arma de doble filo. Por ejemplo, lo de Andreu Nin.
Eso de presumir de rancio abolengo, como de tener los ocho apellidos de izquierdas, igual que la prueba de sangre, es de mala educación (sobre todo, cuando todos los que le rodean no pueden hacer lo propio) y de una vulgaridad obscena. Será patanegra pero abrir esa Caja de Pandora no creo que sea cosa de talante y, desde luego, nada de buen rollito. Está bien hacer un ejercicio de retrospección, sin nostalgia y con sentido del humor, pero me da que, para ese viaje, mejor no llevar alforjas; es preferible tener memoria de pez. Moraleja: Vale más un lápiz intemporal que una memoria histórica o, como dicen Les Luthiers, “tener la conciencia limpia es síntoma de mala memoria”.
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