No puedo negar, ni falta que hace, que el magnífico artículo que escribió Herrera en ABC me dio que pensar y me sugirió este post. No pretendo enmendarle la plana ni corregirle en modo alguno –vamos, ya me guardaré yo más que de mearme en la cama- sino dar mi visión personal sobre este hombre. ¿Qué digo hombre?: ¡este titán!
Alabado y denostado a la vez, objeto de encendidos elogios y críticas despiadadas, pasa con facilidad de insobornable a prevaricador. Socialistas y populares dicen de él y se desdicen después. Pedro Jota, su gran valedor en los tiempos del GAL, fue condenado por difamarlo en lo del ácido bórico. La forma en que instruye los sumarios ha sido siempre muy puesta en cuestión. Hasta se ha llegado a apuntar que si fuera escrupuloso en hacer cumplir lo juzgado, lo de la herriko taberna de Lazcano no hubiese ocurrido porque hace tiempo que estaría cerrada: una desidia como la del juez Tirado pero sin unas consecuencias tan desastrosas y sin sanción. El Mundo publicaba que un error suyo, al no acordar la prórroga de la prisión provisional, obligó a poner en libertad a dos presuntos narcotraficantes turcos. El mismo Consejo General del Poder Judicial que ahora le defiende tuvo que llamarlo al orden cuando andaba por esos mundos haciendo bolos con perjuicio de la atención de los asuntos de su despacho. Aparte de conferenciante, y a pesar de la sintaxis embarullada de que adolece la prosa de sus resoluciones, es autor de varios libros. Ian Gibson lo propuso para académico de la lengua.
Aunque luego la cagara con la instrucción, el procesamiento de Pinochet concitó en España una simpatía casi unánime; algo que no tuvo el proceso de la memoria histórica, divisor nacional y gran gatillazo. Discrepo de Herrera en que su afición a pisar charcos y meterse en jardines sea de los tiempos del zapaterismo. Pienso que se remonta años atrás y tiene que ver con su divismo, con esa egolatría patológica y daliniana (lo importante es que hablen de uno, aunque sea bien). Cuando Felipe González le hizo la promesa televisada de un puesto relevante para luchar contra la corrupción pensó que había llegado a culminar sus aspiraciones. Luego, una vez hizo su papel de señuelo electoral de usar y tirar, por las resistencias del aparato del partido a cederle poder a un advenedizo sin pedigrí o lo que fuese (qui lo sa), quedó relegado a un papel secundario al que no se resignó. Todos entendimos su frustración y hay quien atribuye a ese contratiempo su confusión entre justicia y venganza. Desde entonces está ansioso. Al solicitar el certificado de defunción de Franco, Gustavo Bueno describió con estilete su mesianismo: “Garzón tiene complejo de Jesucristo para juzgar a los vivos y a los muertos”.
Reclama la independencia judicial y la desmiente con sus filtraciones interesadas. Fue a él, y no al juez de paz de Cangas del Morrazo, a quien pillaron en la cuchipanda cinegética en alegre camaradería con Bermejo y él fue quien concurrió como número dos del PSOE por Madrid, detrás de Felipe. Al retomar entonces la carrera judicial, unos y otros ya dudaron de su imparcialidad, así que tampoco resultan extrañas las acusaciones de Rajoy.
Cuando cocinaba la tregua, Zapatero confesó su intención de no cumplir la Ley de Partidos porque era muy dura (dura lex sed lex) y Carrillo, en la tertulia de La Ventana, afirmó que la voluntad política podía hacer innecesaria su observancia. Como si el sometimiento a la legislación y a los tribunales de justicia no fuera el primer requerimiento de un Estado de Derecho. Pero si mal está que un político se manifieste así, más grave resulta que un juez acomode su actuación a determinada sensibilidad política y esté atento a unas demandas localizables. En esa época de la tregua, se mostró escasamente preocupado por las exigencias jurídicas de la Ley de Partidos, excesivamente contemporizador y alejado de la máxima a la que se atienen los jueces respetuosos del derecho: Fiat iustitia et pereat mundus.
Alabado y denostado a la vez, objeto de encendidos elogios y críticas despiadadas, pasa con facilidad de insobornable a prevaricador. Socialistas y populares dicen de él y se desdicen después. Pedro Jota, su gran valedor en los tiempos del GAL, fue condenado por difamarlo en lo del ácido bórico. La forma en que instruye los sumarios ha sido siempre muy puesta en cuestión. Hasta se ha llegado a apuntar que si fuera escrupuloso en hacer cumplir lo juzgado, lo de la herriko taberna de Lazcano no hubiese ocurrido porque hace tiempo que estaría cerrada: una desidia como la del juez Tirado pero sin unas consecuencias tan desastrosas y sin sanción. El Mundo publicaba que un error suyo, al no acordar la prórroga de la prisión provisional, obligó a poner en libertad a dos presuntos narcotraficantes turcos. El mismo Consejo General del Poder Judicial que ahora le defiende tuvo que llamarlo al orden cuando andaba por esos mundos haciendo bolos con perjuicio de la atención de los asuntos de su despacho. Aparte de conferenciante, y a pesar de la sintaxis embarullada de que adolece la prosa de sus resoluciones, es autor de varios libros. Ian Gibson lo propuso para académico de la lengua.
Aunque luego la cagara con la instrucción, el procesamiento de Pinochet concitó en España una simpatía casi unánime; algo que no tuvo el proceso de la memoria histórica, divisor nacional y gran gatillazo. Discrepo de Herrera en que su afición a pisar charcos y meterse en jardines sea de los tiempos del zapaterismo. Pienso que se remonta años atrás y tiene que ver con su divismo, con esa egolatría patológica y daliniana (lo importante es que hablen de uno, aunque sea bien). Cuando Felipe González le hizo la promesa televisada de un puesto relevante para luchar contra la corrupción pensó que había llegado a culminar sus aspiraciones. Luego, una vez hizo su papel de señuelo electoral de usar y tirar, por las resistencias del aparato del partido a cederle poder a un advenedizo sin pedigrí o lo que fuese (qui lo sa), quedó relegado a un papel secundario al que no se resignó. Todos entendimos su frustración y hay quien atribuye a ese contratiempo su confusión entre justicia y venganza. Desde entonces está ansioso. Al solicitar el certificado de defunción de Franco, Gustavo Bueno describió con estilete su mesianismo: “Garzón tiene complejo de Jesucristo para juzgar a los vivos y a los muertos”.
Reclama la independencia judicial y la desmiente con sus filtraciones interesadas. Fue a él, y no al juez de paz de Cangas del Morrazo, a quien pillaron en la cuchipanda cinegética en alegre camaradería con Bermejo y él fue quien concurrió como número dos del PSOE por Madrid, detrás de Felipe. Al retomar entonces la carrera judicial, unos y otros ya dudaron de su imparcialidad, así que tampoco resultan extrañas las acusaciones de Rajoy.
Cuando cocinaba la tregua, Zapatero confesó su intención de no cumplir la Ley de Partidos porque era muy dura (dura lex sed lex) y Carrillo, en la tertulia de La Ventana, afirmó que la voluntad política podía hacer innecesaria su observancia. Como si el sometimiento a la legislación y a los tribunales de justicia no fuera el primer requerimiento de un Estado de Derecho. Pero si mal está que un político se manifieste así, más grave resulta que un juez acomode su actuación a determinada sensibilidad política y esté atento a unas demandas localizables. En esa época de la tregua, se mostró escasamente preocupado por las exigencias jurídicas de la Ley de Partidos, excesivamente contemporizador y alejado de la máxima a la que se atienen los jueces respetuosos del derecho: Fiat iustitia et pereat mundus.
Don Baltasar parece estar a ese aforismo sólo cuando el cielo se hunde en una concreta dirección.
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