
A los gobernantes de la República Democrática Alemana no se les ocurrió desmantelar las autopistas construidas durante el III Reich. Otra de las cosas que tienen en común las dictaduras de derechas y de izquierdas es la hipertrofia del Estado. Si la conveniencia de mantener lo que se ha construido es evidente, aún resulta más obvio lo innecesario de cambiar el nombre. No hay más que echar mano del diccionario para ver el significado –por mucho que se pretenda discutido y discutible- del término nación. Claro que puede que la Academia de la Lengua quedara en algún momento estigmatizada por venir calificada como “Real” y yo no me haya enterado. En este país, los nombres y sus cambios actúan como auténticos conjuros. Aunque se ha repetido hasta la saciedad, no me resisto a mencionar el experimento: Junto al sustantivo “nación”, pruébese a colocar los adjetivos “española” o “catalana”. Parecen cosas totalmente diferentes. Y sin embargo, obsérvese en la imagen el primero de los Episodios Nacionales de Pérez Galdós en una edición de 1935. Naturalmente, a nadie se le ocurrió modificar el título.
También hoy se contaba en RNE que, al igual que Guillermo Fernández Vara, presidente de Extremadura, Pérez Touriño no descartaba nacionalizar parte de la banca. ¿Nacionalizar han dicho? ¡Franquistas! ¡So fachas! ¡Ay si Federica Monseny levantara la cabeza!
Nota bene: El saludo a la romana se dirige a los mencionados: ¡Ave Cayo! Que se hubiera cambiado de nombre o de corral.
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