viernes, 21 de mayo de 2010

Educación para la clase política

Echo de menos una cierta labor didáctica entre la clase política. No es preciso que se haga al modo académico de la ÉNA (École Nationale d'Administration), donde se han formado tradicionalmente muchos altos funcionarios del gobierno francés –los llamados énarques-; bastaría una formación impartida de arriba abajo, como mandan los cánones, en el seno de las propias estructuras piramidales del poder y de la partitocracia. Lo que pasa es que la pedagogía que aquí se aplica es justo la contraria a la que aconseja el buen gobierno y frecuentemente la decencia. Eso sí, aprenden rápido a organizar torneos cuadrangulares de fútbol, encuentros de practicantes de baile de salón, jornadas de estudios sobre giros dialectales en la comarca, seminarios en torno a la influencia que ejerce el clima en las relaciones interpersonales del vecindario, simposios de clubes de jotas, en los que se aprovecha para que el personal se eche unas risas (ju ju, jo, ji ji ji, je je, JA JA JA), y todo tipo de congresos, mesas redondas (sólo mesas, que se sepa), campañas de difusión gastronómica, del comercio y del bebercio, y festivales nacionales (o sea, de cualquier sitio menos de España).
—Al año que viene lo montas en tu pueblo que esto, como ves, luce mucho y además te cae en víspera de elecciones.
—¡La leche! ¿Y cuánto cuesta todo este sarao?
—Si quieres que te diga la verdad no tengo ni puta idea. ¿Pero es que lo vas a pagar tú de tu bolsillo?
Yo no digo que aplicando otros modelos que no fueran estas políticas de imagen de escasa rentabilidad (incluso electoral) nadaríamos en la abundancia, pero al menos no estaríamos jugando en la Champions League del déficit público. No se trata de cuestiones macroeconómicas donde haya que elegir entre fomentar el consumo y la producción para favorecer el crecimiento y reducir el paro, o contener la espiral de inflación, ni de políticas monetaristas o de tipos de interés, sino de un elemental rigor en el gasto, de un mínimo de austeridad. La Administración Local, que suele ser vivero y campo de entrenamiento para trepar hacia cumbres más elevadas en el escalafón, con muchas dificultades alcanza a prestar los servicios básicos que tiene encomendados. Aunque las medidas que está en su mano adoptar son neutrales en el conjunto de la economía, puede arreglar su solvencia o acabar de estropearla, engordar el déficit y el endeudamiento o aliviarlos, insuflar algo de aire a sus acreedores –normalmente, pequeñas empresas y autónomos- o asfixiarlos. En lo que más se parece a sus hermanos mayores es en lo de entender el servicio público como palanca de poder y en echar sobre la Administración una red tejida con dependencias personales y partisanas. Se piden menos asesores y cuando la tortilla se da la vuelta y cae del lado de la oposición, esta, convertida en equipo de gobierno, se desayuna con la cantidad de gente a la que tiene que colocar y no ve otra posibilidad que incrementar el número de puestos de libre designación. Para empezar, se hace imprescindible un cambio radical de los patrones de conducta, de las estructuras mentales. Y luego, de las otras.
Nadie está libre de culpa: ni políticos ni votantes. No se puede seguir demandando gastos, aplaudiendo iniciativas más o menos disparatadas, reclamando subvenciones sin tino, y continuar exigiendo ahorro. Eso no tiene pies ni cabeza. Da igual, para el caso, contratar para las fiestas a Víctor Manuel o a Norma Duval. Los cachés son parecidos y todos aplican la tarifa de honorarios del porque yo lo valgo.
Así que cuidado con quitarle importancia al asunto que el loro es adicto al chocolate y hay que ver las tragaderas que tiene.

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