El Sr. Camps, a quien sus correligionarios apodan El Curita, ha faltado –al menos- al octavo mandamiento, ese que reza “no dirás falsos testimonios ni mentirás”.
Es verdad que si la cosa quedara en los trajes no tendría mayor importancia, o que, como a todo hay quien gane, siempre habrá otros que se lo hayan llevado más crudo. También es cierto que, aplicando la misma regla, se podría procesar hasta a los maestros a quienes se hace un obsequio a final de curso, o que a este paso quebrarán las empresas que comercializan cestas de Navidad; pero de todas formas no está bonito. La verdad es que no. Aún suponiendo (aunque sea mucho suponer) que, por lo que concierne a los trajes dichosos, no mediara trato de favor (de lo contrario, en puridad, dejarían de ser regalos y el detalle pasaría a mayores), Paco Camps tiene que dimitir. Y debió hacerlo en el preciso instante en que reconoció implícitamente que había faltado a la verdad al realizar aquella categórica declaración de “yo me pago mis trajes”. A falta de una respuesta voluntaria adecuada, Rajoy tenía que haberlo cogido por las solapas del Milano para exigírsela.
Cuando a los políticos se les pilla en flagrante mentira (sí, ya sé que este no sería el único), se rompe el contrato de confianza con sus gobernados. Fuera de esa relación, este y los demás pecados atañen a la conciencia de cada cual. Lo característico de Pinocho no eran las mentiras por sí solas, sino lo que revelaban intentándolo tapar: su absoluta falta de responsabilidad. Bill Clinton se vio en un serio apuro no por sus escarceos (vamos a llamarles amatorios), sino por descubrirse el embuste a una Comisión del Congreso (aunque hay quien asegura que fue por encenderse un cigarrillo en pleno despacho oval después de la visita de Monica), y a Nixon le obligó a renunciar el Watergate y las falsedades con que pretendió encubrirlo.
Ya se sabe que se coge antes a un mentiroso que a un cojo. Aunque, puestos a tirar de refranero, D. Francisco podría responder aquello de que “no te fíes de ningún cojo, de ningún rojo (¿?, siempre pensé que el dicho se refería a los pelirrojos), y de ninguno al que le falte un ojo”. Por cierto, que a Fabra, del grupo de fieles de Camps desde que el President cobró vida propia y el Geppetto Zaplana no le mueve los hilos, se le conoce con el mote de El Tuerto. ¿Le habrá mirado? Se trata del mismo Carlos Fabra que, con la mayor desfachatez, atribuye la fortuna amasada a las cuatro veces que le ha tocado la lotería. Mira tú qué alhaja y dime con quién andas.
Cohecho impropio... efectivamente, lo hecho no es propio del cargo que ocupa.
Es verdad que si la cosa quedara en los trajes no tendría mayor importancia, o que, como a todo hay quien gane, siempre habrá otros que se lo hayan llevado más crudo. También es cierto que, aplicando la misma regla, se podría procesar hasta a los maestros a quienes se hace un obsequio a final de curso, o que a este paso quebrarán las empresas que comercializan cestas de Navidad; pero de todas formas no está bonito. La verdad es que no. Aún suponiendo (aunque sea mucho suponer) que, por lo que concierne a los trajes dichosos, no mediara trato de favor (de lo contrario, en puridad, dejarían de ser regalos y el detalle pasaría a mayores), Paco Camps tiene que dimitir. Y debió hacerlo en el preciso instante en que reconoció implícitamente que había faltado a la verdad al realizar aquella categórica declaración de “yo me pago mis trajes”. A falta de una respuesta voluntaria adecuada, Rajoy tenía que haberlo cogido por las solapas del Milano para exigírsela.
Cuando a los políticos se les pilla en flagrante mentira (sí, ya sé que este no sería el único), se rompe el contrato de confianza con sus gobernados. Fuera de esa relación, este y los demás pecados atañen a la conciencia de cada cual. Lo característico de Pinocho no eran las mentiras por sí solas, sino lo que revelaban intentándolo tapar: su absoluta falta de responsabilidad. Bill Clinton se vio en un serio apuro no por sus escarceos (vamos a llamarles amatorios), sino por descubrirse el embuste a una Comisión del Congreso (aunque hay quien asegura que fue por encenderse un cigarrillo en pleno despacho oval después de la visita de Monica), y a Nixon le obligó a renunciar el Watergate y las falsedades con que pretendió encubrirlo.
Ya se sabe que se coge antes a un mentiroso que a un cojo. Aunque, puestos a tirar de refranero, D. Francisco podría responder aquello de que “no te fíes de ningún cojo, de ningún rojo (¿?, siempre pensé que el dicho se refería a los pelirrojos), y de ninguno al que le falte un ojo”. Por cierto, que a Fabra, del grupo de fieles de Camps desde que el President cobró vida propia y el Geppetto Zaplana no le mueve los hilos, se le conoce con el mote de El Tuerto. ¿Le habrá mirado? Se trata del mismo Carlos Fabra que, con la mayor desfachatez, atribuye la fortuna amasada a las cuatro veces que le ha tocado la lotería. Mira tú qué alhaja y dime con quién andas.
Cohecho impropio... efectivamente, lo hecho no es propio del cargo que ocupa.
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