lunes, 21 de abril de 2008

El caballero y el dragón y III (relato)

Indudablemente, se trataba de un dragón. Había oído hablar de esos seres fabulosos pero nunca creyó en semejantes habladurías y consejas.
La fiera le dio un tremendo revolcón pero la segunda acometida le pilló prevenido y respondió con un mandoble. Como el animal se quedara trastabillado, doliéndose del golpe recibido en la cara, lo remató clavándole la lanza en el costado. Arrastrándose sudoroso, consiguió llegar hasta el caballo, montarlo a duras penas y que le llevara tambaleante hasta el castillo.
Se llevó puesta encima la prueba de la existencia del endriago, en el molimiento de sus huesos y en la abundancia de los moratones que el bicho le dejó de recuerdo por todo el cuerpo, como marcas indelebles estampadas por un sello.
A su llegada le anunciaron que sería padre: En unos cinco meses –Dios mediante-, nacería su primogénito. Por eso, tardó en hacer memoria sobre lo sucedido. Cuando estuvo ya totalmente repuesto de sus fiebres y de las emociones de la paternidad, y después de dos semanas de violentos aguaceros que arrastraron cuanto encontraron a su paso en la comarca, volvió al lugar de la pelea pensando en erigir en él una ermita en honor a San Jorge, quien sin duda había guiado su brazo en aquel delicado momento. Las alimañas carroñeras habían devorado el cadáver dejándolo totalmente descarnado, en los puros huesos, demasiado mondo y lirondo para el poco tiempo transcurrido. Era un dragón impresionante. Desde lo alto del despeñadero que se abría sobre el lecho del río y sobre el escalonamiento de la cantera, podía divisar el esqueleto y hacerse una idea cabal de sus increíbles dimensiones. Calculó que tendría la altura de tres hombres fornidos y el peso de diez caballos.
En realidad fue una garrapata (probablemente del perro aquél, el que fue luego corneado por un ciervo), cogida al testículo derecho, lo que le provocó el error de confundir un jabalí furioso, por haber dado muerte a sus crías en un revolcadero adyacente, con un enorme dragón.
Y sin embargo, la fenomenal osamenta hablaba a las claras de un coloso bien distinto a un gorrino salvaje.
Entonces no se sabía, pero ahora podemos decirlo con seguridad: El monstruo terrible que creyó haber matado, el esqueleto que desistió –por lo que pesaba y porque se le deshacía en huesos petrificados- de llevarse como trofeo al castillo, era el fósil de un dinosaurio; un iguanodón del cretácico inferior.

¡Por San Jorge!


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