El castillo del que resultó alcaide, tomado a los moros, era poco más que un recinto murado, sin torre del homenaje y con escasas dependencias. Al menos, de esa guisa, el patio de armas quedaba despejado y amplio. Tenía, eso sí, un pozo de agua cristalina que aseguraba el suministro a los que pudieran quedar cercados en un asedio y aislados por tanto del torrente aledaño. Se hallaba emplazado sobre un altozano de escasa pendiente, coronando una mota desde la que se dominaba un paisaje llano, sin eminencias. Uno de los lienzos de la muralla, de ladrillo, ripio y mampuesto, estaba parcialmente derruido y se había quedado sin el adarve que permitía la circulación tras el parapeto y sin las propias defensas almenadas. Don Nuño ordenó su reconstrucción con sillares traídos de una cantera próxima y dispuso la colocación de merlones con aspilleras, para prevenir cualquier agresión. Aprovechó las obras para ampliar el foso, cambiar el rastrillo y dotarse de barbacana y puente levadizo, así como de torre bien protegida que le sirviera de morada.
Nuestro héroe era de espíritu inquieto y pronto acabó aburrido de su mujer, casi una niña. Ésta, a sus ojos, carecía de belleza o ingenio; no tenía conversación ni, para él, el menor interés o gracia. A los seis meses de matrimonio, la pasión que pudo sentir por ella se había esfumado. Tampoco el lugar le deparaba mayores emociones que la cercanía del enemigo, y el aliciente de las excursiones guerreras, cada vez más espaciadas, contra los agarenos. Estaba harto, en fin, de banquetes en los que acababa completamente embriagado –para que no le motejaran de islámico, aseguraba-, expeliendo ventosidades y dormitando sobre sus propios vómitos. Por eso, en cuanto la primavera trajo los primeros días de buen tiempo, se lanzó con desmedido afán a la caza de cualquier animal que rondara los sembrados o montes circunvecinos, ya fuera grande o chico, de pluma o pelo, comestible o no. Además, sus aventuras cinegéticas se sazonaban con ojeos a las labriegas de los contornos, lo que las dotaba de un mayor interés, ya que se trataba de cazar por partida doble.
En las primeras semanas salía de cacería con otros de su condición, caballeros y gente principal que eran dueños de las tierras contiguas a las suyas. Iban con crecida rehala de perros y halcones. Cuando sus nobles amigos se cansaron, se dejó de cetrerías y se hizo acompañar por un criado de su caserío que cargaba la ballesta y las piezas cobradas en una mula, le asistía a él y atendía a las cabalgaduras. Esquilmó de animales la región y cobró entre ellos fama de matarife, así que hubo de alejarse cada vez más de su territorio para encontrar fauna. Un día se quebró la cureña de la ballesta y quedó el arma inutilizable. Decidió, pues, despachar al criado de vuelta a casa con toda la carne que pudo echar en la acémila, que no cabía más de faisanes, liebres, jabatos, palomas torcaces, perdices y gazapos. Entregó un jabalí entero, sin descuartizar, en una venta que halló, y el resto en otras posadas, apalabrando a cambio alojamiento y comida, y siguió camino con su caballo y su mejor perro podenco.
Cabalgó en dirección a los montes que se situaban hacia levante, donde los moros, llegando hasta el pueblo recién conquistado de Peñarroya de Tastavins. En la espesura de los pinares de Beceite halló caza y refugio. Una mañana se levantó enfermo. Había dormido en una cueva y al apagarse el fuego quedó destemplado y no se pudo quitar el tembleque en una semana. Todavía intentó cazar un ciervo al amanecer con el triste resultado de que el venado, herido por una flecha, ensartó con su cuerna al perro que le acosaba y lo dejó muerto tras de unas matas.
En estado febril, tomó el camino de vuelta siguiendo el sol. Apenas conseguía sostenerse en la montura y las riendas le servían más para sujetarse que para gobernar al caballo. El animal, por misteriosa intuición, resolvió seguir la ruta de mediodía y poniente que le llevaría a las posesiones de su amo en pocas jornadas.
Así, con calentura, temblores, dolor de cabeza y articulaciones, llegó a un paraje próximo a su residencia. La sed le provocaba delirios, tenía diarrea y vómitos y había perdido el apetito. Una erupción empezó a llenar de granos sus extremidades y la fiebre vino acompañada de escalofríos y alucinaciones. La enfermedad misma le condujo a una beatífica sensación de quietud y bienestar.
Nuestro héroe era de espíritu inquieto y pronto acabó aburrido de su mujer, casi una niña. Ésta, a sus ojos, carecía de belleza o ingenio; no tenía conversación ni, para él, el menor interés o gracia. A los seis meses de matrimonio, la pasión que pudo sentir por ella se había esfumado. Tampoco el lugar le deparaba mayores emociones que la cercanía del enemigo, y el aliciente de las excursiones guerreras, cada vez más espaciadas, contra los agarenos. Estaba harto, en fin, de banquetes en los que acababa completamente embriagado –para que no le motejaran de islámico, aseguraba-, expeliendo ventosidades y dormitando sobre sus propios vómitos. Por eso, en cuanto la primavera trajo los primeros días de buen tiempo, se lanzó con desmedido afán a la caza de cualquier animal que rondara los sembrados o montes circunvecinos, ya fuera grande o chico, de pluma o pelo, comestible o no. Además, sus aventuras cinegéticas se sazonaban con ojeos a las labriegas de los contornos, lo que las dotaba de un mayor interés, ya que se trataba de cazar por partida doble.
En las primeras semanas salía de cacería con otros de su condición, caballeros y gente principal que eran dueños de las tierras contiguas a las suyas. Iban con crecida rehala de perros y halcones. Cuando sus nobles amigos se cansaron, se dejó de cetrerías y se hizo acompañar por un criado de su caserío que cargaba la ballesta y las piezas cobradas en una mula, le asistía a él y atendía a las cabalgaduras. Esquilmó de animales la región y cobró entre ellos fama de matarife, así que hubo de alejarse cada vez más de su territorio para encontrar fauna. Un día se quebró la cureña de la ballesta y quedó el arma inutilizable. Decidió, pues, despachar al criado de vuelta a casa con toda la carne que pudo echar en la acémila, que no cabía más de faisanes, liebres, jabatos, palomas torcaces, perdices y gazapos. Entregó un jabalí entero, sin descuartizar, en una venta que halló, y el resto en otras posadas, apalabrando a cambio alojamiento y comida, y siguió camino con su caballo y su mejor perro podenco.
Cabalgó en dirección a los montes que se situaban hacia levante, donde los moros, llegando hasta el pueblo recién conquistado de Peñarroya de Tastavins. En la espesura de los pinares de Beceite halló caza y refugio. Una mañana se levantó enfermo. Había dormido en una cueva y al apagarse el fuego quedó destemplado y no se pudo quitar el tembleque en una semana. Todavía intentó cazar un ciervo al amanecer con el triste resultado de que el venado, herido por una flecha, ensartó con su cuerna al perro que le acosaba y lo dejó muerto tras de unas matas.
En estado febril, tomó el camino de vuelta siguiendo el sol. Apenas conseguía sostenerse en la montura y las riendas le servían más para sujetarse que para gobernar al caballo. El animal, por misteriosa intuición, resolvió seguir la ruta de mediodía y poniente que le llevaría a las posesiones de su amo en pocas jornadas.
Así, con calentura, temblores, dolor de cabeza y articulaciones, llegó a un paraje próximo a su residencia. La sed le provocaba delirios, tenía diarrea y vómitos y había perdido el apetito. Una erupción empezó a llenar de granos sus extremidades y la fiebre vino acompañada de escalofríos y alucinaciones. La enfermedad misma le condujo a una beatífica sensación de quietud y bienestar.
Era Viernes Santo cuando llegó junto a una hoz del río Alfambra, entre la aldea de Galve y la villa de Perales, a unas dos leguas de ambas. Había cerca una cantera de piedra de donde se sacaban los bloques para las reparaciones de su casa y allí, sobre un matacán, se echó a descansar. Estaba en el primer sueño y a sus espaldas oyó un murmullo que, al poco, se hizo claro: eran los bufidos de una bestia. El animal empezó a estudiarle. Como buenamente pudo, apoyándose en el arco, se aprestó a hacerle frente con un vago sentimiento de resignación, dispuesto a sucumbir. El caballo, que reculó atemorizado y se cobijó en una arboleda, no le sirvió de ninguna ayuda. El monstruo, de porte imponente, que se erguía sobre las patas traseras para amedrentarle y hostigarle, pareció captar su debilidad, abandonó toda cautela y empezó a embestir de manera desaforada. Mientras blandía la espada con su mano derecha, como no era capaz de embrazar el escudo, enristró la lanza con la siniestra para intentar frenar el inusitado brío de aquel engendro. Tenía una descomunal cabeza, terribles mandíbulas y exhalaba un olor hediondo, nauseabundo. Parecía echar humo por los hocicos y llamas por los ojos. Las orejas, tiesas y pequeñas, asomaban puntiagudas entre la melena que le caía sobre la frente. De su boca surgían dos cuernos amenazadores, como los de un elefante, y su piel era basta y oscura, casi negra. Lanzaba unos gruñidos pavorosos.
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