La edad de la ignorancia es una hermosa y ácida película del canadiense Denys Arcand, el autor de El Declive del Imperio Americano, que retrata con humor y ternura el vacío existencial, el desmoronamiento de los sueños y la frustración que abruman a un hombre de clase media al cruzar el ecuador de la cuarentena. En el momento álgido de los infortunios, cuando parece que no caben más desdichas en su vida, el protagonista se ve acosado en un semáforo por un energúmeno que le pita y le irrita, hasta sacarlo de sus casillas. Jean Marc –que así se llama- abre la espita de los nervios y empotra su coche contra el del imbécil de atrás, dejando al vehículo para el arrastre y al conductor con la mandíbula desencajada de sorpresa.
Líbreme Dios de predicar la violencia ni siquiera como respuesta frente a quienes la justifican, la jalean, incitan a ella o la practican, pero en ocasiones ocurre que, en solidaridad con el agredido, nos identificamos con esas reacciones exaltadas y nos reconforta ver que quienes van por la vida perdonando a los congéneres la suya, encuentran alguna vez la horma de su zapato. Vemos en ello a modo de una reparación moral, una cierta justicia poética. Ese mismo mecanismo psicológico explica la leyenda urbana que circula por Internet (¿dónde si no?) Para el que no la haya leído, se trata de un chuleta de estos que van con el buga tuneado, el bacalao atronando en su radiocasete y en un radio de cincuenta metros alrededor, de los que, si se cruzan con un colega, paran el coche y todo el tráfico rodado. ¡Y no se te ocurra llamarles la atención! ¿Quién no se ha encontrado con alguno? No pretendo hacer una descalificación global del estereotipo, sino describir al individuo del que estoy hablando. Bueno, pues resulta que uno de esos metrosexuales depilados hasta las cejas, de los que les dura la adolescencia hasta los veintitantos y siguen necesitados de que les presten ojos y oídos, aparcó detrás del Mercedes de un señor de edad que estaba sentado al lado, en la terraza de un bar, con su mujer. Cuando el matrimonio se dispuso a marcharse le pidió al joven que retirase el coche para poder sacar el suyo. El chaval tiró de repertorio para vacilarle a la pareja (“Tranqui tío, ¿qué prisa llevas? Te vas a estresar”) y no mostró voluntad de hacer caso ni pidiéndoselo por favor ni claxon mediante. El hombre, harto pero no alterado, se subió al coche, metió la marcha atrás e, igual que Jean Marc, lo estampó contra el carro reluciente del niñato. Éste se quedo blanco y sus propios compis le hicieron desistir de tomar represalias. Según se cuenta en la historia, el conductor del Mercedes le dijo algo así como: «mira hijo, para ser chulo hay que tener dinero y cojones. Ahora saca los papeles que va a pagar mi seguro pero tú vas a tener el coche dos meses en el taller.» Los circunstantes, siempre según la leyenda, prorrumpieron en una sonora ovación.
Y ahora, díganme: ¿no han sentido ganas de que le hagan algo de eso al Tardà y compañía, que alguien le pare los pies a esos chulos que se divierten empujando al Estado (que no a la Corona) hacia el borde del abismo? Pues, en lugar de eso sale Bono a poner paños calientes. Así nos luce el pelo (al resto, a Bono le luce que no veas).
N. del A. Aunque guarda una lejana relación en la temática, cualquier parecido entre esta entrada y la anterior es pura casualidad.
Líbreme Dios de predicar la violencia ni siquiera como respuesta frente a quienes la justifican, la jalean, incitan a ella o la practican, pero en ocasiones ocurre que, en solidaridad con el agredido, nos identificamos con esas reacciones exaltadas y nos reconforta ver que quienes van por la vida perdonando a los congéneres la suya, encuentran alguna vez la horma de su zapato. Vemos en ello a modo de una reparación moral, una cierta justicia poética. Ese mismo mecanismo psicológico explica la leyenda urbana que circula por Internet (¿dónde si no?) Para el que no la haya leído, se trata de un chuleta de estos que van con el buga tuneado, el bacalao atronando en su radiocasete y en un radio de cincuenta metros alrededor, de los que, si se cruzan con un colega, paran el coche y todo el tráfico rodado. ¡Y no se te ocurra llamarles la atención! ¿Quién no se ha encontrado con alguno? No pretendo hacer una descalificación global del estereotipo, sino describir al individuo del que estoy hablando. Bueno, pues resulta que uno de esos metrosexuales depilados hasta las cejas, de los que les dura la adolescencia hasta los veintitantos y siguen necesitados de que les presten ojos y oídos, aparcó detrás del Mercedes de un señor de edad que estaba sentado al lado, en la terraza de un bar, con su mujer. Cuando el matrimonio se dispuso a marcharse le pidió al joven que retirase el coche para poder sacar el suyo. El chaval tiró de repertorio para vacilarle a la pareja (“Tranqui tío, ¿qué prisa llevas? Te vas a estresar”) y no mostró voluntad de hacer caso ni pidiéndoselo por favor ni claxon mediante. El hombre, harto pero no alterado, se subió al coche, metió la marcha atrás e, igual que Jean Marc, lo estampó contra el carro reluciente del niñato. Éste se quedo blanco y sus propios compis le hicieron desistir de tomar represalias. Según se cuenta en la historia, el conductor del Mercedes le dijo algo así como: «mira hijo, para ser chulo hay que tener dinero y cojones. Ahora saca los papeles que va a pagar mi seguro pero tú vas a tener el coche dos meses en el taller.» Los circunstantes, siempre según la leyenda, prorrumpieron en una sonora ovación.
Y ahora, díganme: ¿no han sentido ganas de que le hagan algo de eso al Tardà y compañía, que alguien le pare los pies a esos chulos que se divierten empujando al Estado (que no a la Corona) hacia el borde del abismo? Pues, en lugar de eso sale Bono a poner paños calientes. Así nos luce el pelo (al resto, a Bono le luce que no veas).
N. del A. Aunque guarda una lejana relación en la temática, cualquier parecido entre esta entrada y la anterior es pura casualidad.
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