Como decía unos posts más abajo, mi deporte favorito era la discusión, pero me aburrí de polemizar y me dio por el ciclismo. La bicicleta es más sana pero también más cansada, una actividad más física y con menos química, así que di pedales hasta que me harté de las apreturas del maillot y del culotte, de la ridiculez del dodottis incorporado, una especie de compresa XXL de gomaespuma, y de las fatigas de la carretera. No me colocaba el gorro para protegerme sino para que no me conociera la gente. Los ciclistas dicen tener una relación especial con su bicicleta, a mí nunca me ocurrió. En los insoportables días de viento, me daba por pensar que no había salido a luchar ni contra los elementos ni contra las elementas (antes se decía así). La modernidad incorpora unos vocablos y desecha otros, y la corrección política del lenguaje tiene algo de moda: unas veces impone el femenino y otras lo proscribe. Después de una caída dolorosa, la bicicleta acabó en el balcón oxidándose, con las ruedas deshinchadas y llena de polvo, irrecuperable, junto a una botella de butano y tres macetas, dos vacías, encajada la una en la otra, y la tercera con un tallo mustio y la tierra dura y reseca. Al verla, me acuerdo y le meto patadas de rabia. Sin embargo, en vez de volver a la polémica, al menos en tertulia con nadie, he regresado a la lectura, a la discusión conmigo mismo y, ocasionalmente, al cambio de impresiones por escrito. ¿Por qué digo todo esto? No sé, me he perdido.
Ayer, el periódico La Razón señalaba a la Monarquía como la institución más valorada entre los españoles. A mí, conste, no me preguntaron. En Público sacan hoy la Constitución en portada y plantan este titular: “No es la Biblia”. Y si lo fuera, ¿a ellos qué? En páginas interiores, se desarrolla el asunto: “El PCE se desvincula de la Constitución de 1978 y llama a una ‘ofensiva republicana’”, a la vez que “defiende ‘desmontar el mito’ de que España le debe al rey ‘la democracia y la libertad’”. En eso, coincido con el PCE (por cierto, ¿aún queda alguien ahí?) a condición de que no se adjudiquen ellos el mérito. Estaría bueno. García Trevijano, notario y notorio republicano, aseguraba Carrillo que suscribió los Pactos de la Moncloa porque se quedó deslumbrado cuando le invitaron al palacio de ídem y descubrió la cautivadora sensación de que un criado te deslice una silla bajo el culo. Nunca lo he probado conque no lo sé. Como decía aquel viejo aforismo sobre la izquierda –que seguramente suscribiría Vázquez Montalbán- fueron a tomar el palacio de invierno y no pasaron de la cocina. Santiago (y cierra España) es un político amortizado y en entredicho. Él y Fraga forman el yin y el yang, las dos caras de una misma moneda. Son elementos de Transición. Frente a éstos –y junto a ambos- hay mucho elemento sospechoso suelto; sospechoso de aventurerismo, de propugnar el salto al vacío y de tapar su mediocridad con críticas acerbas a las imperfecciones de las obras ajenas. Son elementos que le recuerdan a uno, como el plutonio y el estroncio, el veneno letal y la descalificación soez. Treinta años después, seguimos pensando que la Constitución y lo que de ella se sigue es algo provisional y por más vueltas que le damos al envoltorio no encontramos la fecha de caducidad. Ahora bien, la mala calidad de la legislación que se viene dictando en la actualidad actúa de antídoto respecto a los ataques a la Carta Magna. Continuamente la están haciendo buena.
Tras el entierro de Ignacio Uría (y la infame partida de cartas) queda una imagen en la retina, si no de consuelo, al menos aprovechable: la de Rajoy y Zapatero juntos. Durará poco, probablemente menos que el lío montado en la FEMP por su insensato presidente. Hay un hadiz que aconseja: “Confía en Alá pero ata primero a tu camello”. Aquí no confiamos en nadie y nada dejamos atado. Será porque nos recuerda a algo. Al margen de las críticas justificadas y razonables, me da la impresión de que estamos contagiados por los partidos nacionalistas: hasta CiU, que participó en su elaboración, reniega de la Norma Suprema. Entre unas cosas y otras, hemos llegado a un estado depresivo, a añorar el espíritu ilusionado de la Transición, el compromiso, la negociación, el debate tan apasionado como civilizado, el consenso y la concordia. A la Constitución le vendría bien un repaso en profundidad, pero, tal y como está el panorama, y con determinados elementos sospechosos en danza, el que quiera, que la celebre; el que no, no, pero de momento lo mejor sería dejarla estar.
Si bien nos retrotrae a Fernando VII, el de “vivan las caenas”, el que usaba paletó, el Deseado (luego se arrepentirían), don Fernando el de los güevos colgando, Fernando que es gerundio, aquel bellaco del “vayamos todos y yo el primero por la senda de la Constitución” (mentira podrida, claro), “La Pepa” es una referencia válida. Recordándola, y sin que sirva de precedente, gritaré ¡viva La Nicolasa!, que, además de la onomástica del día, es el nombre de mi abuela (q.e.p.d.).
Ayer, el periódico La Razón señalaba a la Monarquía como la institución más valorada entre los españoles. A mí, conste, no me preguntaron. En Público sacan hoy la Constitución en portada y plantan este titular: “No es la Biblia”. Y si lo fuera, ¿a ellos qué? En páginas interiores, se desarrolla el asunto: “El PCE se desvincula de la Constitución de 1978 y llama a una ‘ofensiva republicana’”, a la vez que “defiende ‘desmontar el mito’ de que España le debe al rey ‘la democracia y la libertad’”. En eso, coincido con el PCE (por cierto, ¿aún queda alguien ahí?) a condición de que no se adjudiquen ellos el mérito. Estaría bueno. García Trevijano, notario y notorio republicano, aseguraba Carrillo que suscribió los Pactos de la Moncloa porque se quedó deslumbrado cuando le invitaron al palacio de ídem y descubrió la cautivadora sensación de que un criado te deslice una silla bajo el culo. Nunca lo he probado conque no lo sé. Como decía aquel viejo aforismo sobre la izquierda –que seguramente suscribiría Vázquez Montalbán- fueron a tomar el palacio de invierno y no pasaron de la cocina. Santiago (y cierra España) es un político amortizado y en entredicho. Él y Fraga forman el yin y el yang, las dos caras de una misma moneda. Son elementos de Transición. Frente a éstos –y junto a ambos- hay mucho elemento sospechoso suelto; sospechoso de aventurerismo, de propugnar el salto al vacío y de tapar su mediocridad con críticas acerbas a las imperfecciones de las obras ajenas. Son elementos que le recuerdan a uno, como el plutonio y el estroncio, el veneno letal y la descalificación soez. Treinta años después, seguimos pensando que la Constitución y lo que de ella se sigue es algo provisional y por más vueltas que le damos al envoltorio no encontramos la fecha de caducidad. Ahora bien, la mala calidad de la legislación que se viene dictando en la actualidad actúa de antídoto respecto a los ataques a la Carta Magna. Continuamente la están haciendo buena.
Tras el entierro de Ignacio Uría (y la infame partida de cartas) queda una imagen en la retina, si no de consuelo, al menos aprovechable: la de Rajoy y Zapatero juntos. Durará poco, probablemente menos que el lío montado en la FEMP por su insensato presidente. Hay un hadiz que aconseja: “Confía en Alá pero ata primero a tu camello”. Aquí no confiamos en nadie y nada dejamos atado. Será porque nos recuerda a algo. Al margen de las críticas justificadas y razonables, me da la impresión de que estamos contagiados por los partidos nacionalistas: hasta CiU, que participó en su elaboración, reniega de la Norma Suprema. Entre unas cosas y otras, hemos llegado a un estado depresivo, a añorar el espíritu ilusionado de la Transición, el compromiso, la negociación, el debate tan apasionado como civilizado, el consenso y la concordia. A la Constitución le vendría bien un repaso en profundidad, pero, tal y como está el panorama, y con determinados elementos sospechosos en danza, el que quiera, que la celebre; el que no, no, pero de momento lo mejor sería dejarla estar.
Si bien nos retrotrae a Fernando VII, el de “vivan las caenas”, el que usaba paletó, el Deseado (luego se arrepentirían), don Fernando el de los güevos colgando, Fernando que es gerundio, aquel bellaco del “vayamos todos y yo el primero por la senda de la Constitución” (mentira podrida, claro), “La Pepa” es una referencia válida. Recordándola, y sin que sirva de precedente, gritaré ¡viva La Nicolasa!, que, además de la onomástica del día, es el nombre de mi abuela (q.e.p.d.).
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